Chica de Artó

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Artó

jueves, 29 de enero de 2015

La muerte de mamá

Hace poco, muy poco, que ha muerto mi madre. 
Para mí ha significado una batalla descarnada que he perdido yo más que ella. Inesperada, terrible, impactante y dolorosa, su desaparición de mi vida me tiene desconcertada, helada ante una tristeza nueva, sin antecedentes. 


"San José, hospital y santo"


Con la muerte en la nariz, en la piel, en los zapatos, pegada a la ropa, a esos pantalones tejanos infectados de lágrimas secas…
En el taxi del hombre bueno que me llevó sin dejarme pagarle unas diez de las cuarenta y tres veces que fui al hospital.
La señora de las flores que no para de ofrecerme sus claveles frescos  mientras intento acatar la orden divina.
Acabaré comprándole muchos más de los que ella pensaba venderme ese día domingo en que caía una lluvia cobarde que no es gota ni bruma, sólo un manto de humedad que confirma el miedo y delata a la angustia.
Con esa chaqueta negra de mi hermana pequeña con la que parezco una colegiala perdida que no estudió y viene con la nota roja arrugada en el bolsillo.
Sin paraguas, sin maquillaje, sin haber comido nada en cuatro días; caminando sin mirar a nadie, atenta sólo al crujir de la pisada cansada, pero sin peso, intento seguir recto por una línea imaginaria en el pavimento lleno de hoyos y charcos en los que flota sólo mugre.
Camino sin miedo entre los mendigos, borrachos, perros heridos y drogadictos que viven de madrugada entre cajas y latas en los recovecos de un hospital que colinda con el cementerio, y para colmo, frente al oncológico infantil, a un costado de la morgue y demasiado cerca del manicomio. Y no me lo invento, es así, como si fuera lo más lógico y no lo más brutal.
Farmacias y funerarias compiten con ofertas especiales para la gente como yo que pide sin amabilidad y con la voz agrietada por la desesperanza, ungüentos, jarabes y pastillas que distraigan a la fatalidad.
Mi madre muere poco a poco, lentamente, sin mirarme ni un sola vez en ese lugar con nombre de santo milagroso.  
Me gustan los árboles viejos y resistentes que crecen silentes y fuertes entremedio de la desgracia, el accidente, la agonía y los nacimientos.
Me gustaría ser un árbol de esos que han sabido estar ahí por tantos años y a pesar de todo, ¡qué tranquilos se ven!. Saben algo que yo ignoro.