“No se van sin que los eches y vuelven sin que los llames”.
El matrimonio se rompe en pequeños fragmentos afilados, cada vez más
pequeños y más afilados a causa de una cantidad infinitesimal de discusiones.
Peleas, sobre todo, por la superioridad moral.
Llegados a este punto, se trata de salir lo más libre de
“responsabilidad” posible.
Nace un empeño feroz por demostrar que somos mejor que el otro. Mediante
ataques de un verde venenoso vamos a minar de culpa al culpable. Señalarlo,
asustarlo y castigarlo sin piedad.
Y toda esta etapa tiene una característica muy curiosa: está asombrosamente
bien repartida. Es bastante igualitaria; tal vez no en forma, pero sí en fondo.
Hacemos lo posible por colgarle el muerto al otro. Alguien tiene que ser el
que ha roto la “familia” y de ser posible, no seré yo. Esa es la idea de base. Y esto es así de aquí hacia allí y de allí hacia aquí.
Bueno, hasta este momento, todos de acuerdo en que había que putearse.
Protegiendo a los niños y tratando de no llamar a la Guardia Urbana, pero
abocados a hacer sentir miserable al otro.
Alguien dirá que a esto no se le
puede llamar acuerdo, pero visto lo que viene después esto era una señor
acuerdo.