Casi
nunca hablo públicamente de sexo porque en realidad está bastante tratado el
asunto. Y, la verdad, llega una edad en que ya se da por entendido todo aquello
que fascina comentar a los 20.
Pero
últimamente he tenido un par de conversaciones bastante intensas sobre
relaciones “amorosas” donde ha sido imposible no tocar el rol que juega el sexo
en ellas.
Por
desalentador que suene, para mí, el sexo como acto, entiéndase follar, es decir el coito y sus
derivados, no ha tenido nunca demasiada importancia. No es que no me guste o no
lo haya hecho con ilusión. Para nada.
Pero
yo me refiero al sexo como valor.
Cuando
fui virgen, nunca le atribuí la menor cualidad y, por tanto, tampoco significó
nada el dejar de serlo (sigo creyendo exactamente lo mismo). Y por lo mismo
tampoco creo que sea el Gran pecado.
Lo que
fueron, y significan hoy mis ex, se aleja diametralmente del sexo “cometido”.
Pocas,
muy pocas veces podría decir que fue un “fogonazo” hormonal lo que me llevó al
sexo. La mayor parte de las veces me he movido debido a la emoción, la
curiosidad, el poder, el encanto o la ternura.
Y
desde entonces me he metido en la cama por razones muy distintas cada vez, y lo
que conservo de cada experiencia no tiene nada que ver con el sexo en sí.