Chica de Artó

Chica de Artó
Artó

martes, 28 de mayo de 2013

Principios y finales


“Ancha es la puerta, pasajero avanza...” dice el texto labrado en la cúpula del cementerio al que voy desde que tengo memoria.
No había Navidad, principio de junio, primero de octubre, primero de noviembre y tantos días de diciembre que no fuera con un ramo de claveles a encontrar mi lugar ante la piedra fría.
No sé cuántas personas entran a un cementerio cuando van a conocer una ciudad, pero yo suelo hacerlo. La primera vez fue en Paris, y luego seguí con la práctica hasta Berlín y su abrumador cementerio judío.
Los cementerios son lugares sobrecogedores por distintas razones. Por su antigüedad, por su carácter, por lo que significan, por su belleza  o porque albergan los restos de personas que alguien aún ama.
Para mí son indispensables. No podría entender mi causa sin una tumba. Cuando nací ya había un muerto que tenía mis dos apellidos, los mismos.
Para las personas que hemos perdido personas a las que queremos el cementerio es lo que nos permite seguir hablando de ellas en presente: voy a ver a mi hermano, voy a ver a la abuela, a la yaya.
Si hay algo que extraño y que me hace falta más de una vez al año es ir al cementerio. Es una tradición en la que fui criada, y así como descarté otras, esta la honro porque me llena de sentido.
Sé que mis muertos están ahí. Lo que fueron no, no están mis abuelas o mi hermano, pero están los muertos. Eso que no sé qué es, porque en rigor ya no es. Pero es el origen, es la causa, es la herencia, y es lo que me hace ser yo de esta manera, con esta historia, con esta forma. Me siento reconfortada por conexión cuando voy a la tumba de mis muertos. Con flores o sin ellas, es el lugar desde el cual vivo su muerte; alguna vez con pena, muchas otras serena y consciente… Me siento extrañamente esencial yendo al cementerio.
De pie, frente a frente con el silencio, leo una y otra vez los nombres, las fechas, miro la piedra inscrita y siento que si hay un lugar al que pertenezco es este.
Me habla la sangre que se ha ido cuando miro las lápidas, se iluminan los colores de recuerdos apagados; recorro las formas de esas letras que son apellidos, pero que son lazos anudados en cadena, son vivencias transmitidas y continuadas por el deber que nos impone el cariño, la gratitud, y el respeto por la historia compartida a través del tiempo; y esculpida en narices, bocas, talentos, defectos, dedos torcidos. Una historia recibida para seguir escribiéndola.
Cuando veo sus tumbas, veo algo que es mío como no podría explicar nada más con más fuerza de propiedad, de pertenencia.
No defiendo territorios ni banderas, pero siento que si hay un lugar en el que se me despierta el apego y el patriotismo es ante la tumba de mis muertos.
Agua y viento se vuelven quietos en el cementerio y esa silenciosa quietud,  que no da respuestas, pero tampoco deja lugar a dudas, tan blanca y lisa, me acompaña por entre otras tumbas, hasta llegar a la mía para cumplir con la misión de vivir.
Camino atenta al crujir de los pasos en la tierra, a esa mezcla de verde y gris que es toda nuestra existencia; la mía, y la de los que se han ido a quedar en este lugar que es memoria y marca. Que es de dónde vengo y hacia dónde voy, yo y los que haga yo, para quedarse junto a mi ceniza bajo la palabra definitiva. 

martes, 21 de mayo de 2013

Los magníficos


“Nuestra ropa no es para todo el mundo, ni pretendemos que lo sea ¿Somos excluyentes? ¡Por supuesto!” Esto ha dicho el directivo de una importante marca de ropa y se ha armado un revuelo de cuidado.
Francamente, no entiendo porqué nos gusta escandalizarnos, de pronto, por prácticas absolutamente cotidianas. No creo que decir algo así esté bien ¿pero vamos a hacernos los desmayados? ¿como si no pasara nunca?
Sé que voy a decir algo altamente impopular, pero esto se puede ver cada vez que hay un partido de fútbol. Todo aquel que no sea del equipo ganador de la semana es un idiota. Insultado con total libertad, ninguneado y humillado públicamente sin que esto impresione a nadie. Entre otras muchas cosas, por eso no soporto el fútbol. Un mundillo donde reina el culto al exitismo fácil, donde no hay gays (¡y a mucha honra!), donde el racismo y el machismo se amalgaman a la perfección y todos saltan al ritmo de melódicas groserías en contra del que es de otro color.
Entonces va este señor y dice que su ropa no es para feos, ni gordas y se incendia Internet y toda las redes sociales existentes. No se puede comer tanto cinismo. La moda es lo más excluyente que existe y lo seguirá siendo. Además está bien aderezada con toda esa espantosa mentira que tiene a miles de mujeres a punto de morir de inanición voluntaria para encajar con el canon establecido desde las pasarelas, las alfombras rojas, y las revistas que están cada día mejor hechas, interesantes y bellas. O sea, nada que ver con la realidad.
La realidad es que, desde todos los ámbitos y a diario, se defienden causas inmorales con total soltura. Hay un joven físico, el mejor de Europa por cierto, desbecado, pelado de frío en Holanda, porque aquí les parece que le falta “liderazgo” (antojadizo concepto de moda). Y el revuelo es porque es joven que si no, tampoco importa.
¿Alguien está recién enterándose de que lo más valorado es ser guapo, joven, delgado, blanco, y rico? Lo dijo un futbolista (CR7), así que no puede ser tan difícil de ver.
Tampoco creo que esté bien promover que si eres gordo, pobre y feo podrás ser inmensamente feliz porque dudo que sea muy factible. La moraleja de la película de Hollywood es que, en el fondo, la apariencia no importa ¡y esto lo dice Gwyneth Paltrow! El problema es que vivimos en la superficie, no en el fondo, y pretender que con la bondad o la simpatía basta es, también, jugar a mentir. 
No pertenezco a ningún club. No tengo carnet de socio y me da miedo tenerlo. La tentación de formar parte de un exclusivo grupo está ahí. Hacer listas de invitados parece ser muy divertido y gratificante. Enorgullecerse de fastidiar al que se queda fuera, al que no es como “nosotros”, reconforta. Se une la gente para marginar al que considera no sólo diferente, sino peor. Y no sólo en el mencionado deporte o la moda (y no haré referencias territoriales porque las aborrezco). El vegetariano cree que el que come hamburguesas es un salvaje. El de pueblo odia al de ciudad, y el urbanita menosprecia la vida de granja. El devoto cree al agnóstico condenado al infierno.
Siempre encontramos la manera de sentirnos superior a otro pobre desgraciado que no goza de nuestro estatus.
Así y todo, puede que haya escapatoria, que no salida, sino huida por distanciamiento.
Si conseguimos mirar, desde más lejos (no elevarse, ojo), si pudiéramos echar una buena carrera y una vez allí volvernos y mirar hacia dónde estábamos, tal vez, lograríamos ver que nuestra preciosa etiqueta dorada no se distingue más que como un pequeño destello; y si movemos un poquito rápido la cabeza hacia lado y lado los colores se mezclan; y las mezclas son lo mejor del mundo.  

martes, 14 de mayo de 2013

Flor de un día.


Ciclos, vueltas, rotaciones, giros… Un día algo está en un sitio y al cabo de unas cuántas lluvias ocupa el lugar contrario. Esa persona a la que amábamos con locura ahora es un desconocido al que preferimos no nombrar. Las vueltas de la vida marean y a veces, no se puede con las náuseas.

A propósito del diversamente celebrado Día de la Madre, leí y escuché varias veces aquello del amor incondicional. Cierto, absolutamente cierto. Y también tropecé con cientos de alabanzas, manifestaciones de cariño y muestras de admiración y gratitud. Y leí que las madres hacen cosas por amor, sacrificios, y no esperan nada a cambio (imagínate aquí unos ojos muy abiertos).
En el jardín de las madres no quiero entrar hoy porque para eso hay que estar muy bien equipado; es como adentrarse en la selva Amazónica y, lo más probable, es que termine por perderme. Pero, desde ese bosque voy a irme por un sendero señalado como “lo hice por amor”. Amor de verdad, amor profundo, amor al prójimo, compromiso de amor, amor de amores, todo por él.  Para entendernos: cuando hacemos algo por otro.
Qué cosa tan ambigua, tan poco definida, tan envenenada y resbaladiza. Hacer algo por otra persona, hacer algo por amor a otro.
Yo me pregunto cuándo eso está bien hecho y cuándo es un error como una montaña, o más bien, como una duna. Cuándo hacer algo por otro no es un poco engaño o  traición. Insisto, vamos a dejar fuera a los hijos y sus madres.
Todo fue por amor, se lamentan muchos al comprobar que la performance, por muy bien intencionada no era tanto acción como actuación y terminó por ser un hoyo.
El amor hacia otro y el querer que ese otro nos quiera nos hace, muchas, muchas, muchas veces ir a contracorriente y doblegarnos en nombre de ese amor que, por descontado, es algo bueno. Que nadie piense que me refiero a actos de sumisión o similares.
Estoy pensando, por ejemplo, en irse a vivir  a esa preciosa casa en la punta de la nada, desde la cual él disfruta impresionado de las noche estelar, y donde hay un maravilloso y reparador silencio que a ti te resulta aterrador. Esto, que es una tontería, lo quiero utilizar como ilustración para acercarme a lo esencial. A ese ir dejando fuera, no sólo lo que es muy importante para nosotros, sino aquello que nos define, porque el equilibrio del amor así lo requiere. Dejar de trabajar, dejar de cantar, dejar de leer, dejar de pintar, dejar de bailar, de comulgar, dejar de estar a solas…
También están los grandes propósitos, dejarlo todo, irse a otro continente, irse al sur del sur, cambiar lo que tienes por lo que vendrá, dejar tu vida para ocupar la de otro. Eso es como hacer un tejado con paja. Afírmate cuando venga el viento.
Yo he hecho, y mejor dicho, cometido estas fantásticas proezas. Sí, he hecho cosas que necesitaba para ser feliz. Pero la felicidad es giroscópica, tiene fuerza centrífuga, se polariza. No es una columna romana, no es un pilar de mármol.
Sabiendo esto, habría que procurar no ejercer de Gandhi sin haber estado un solo día  en la India,  porque vivir fuera de uno mismo es como aguantar la respiración. El acto de amor para que no termine en fugaz amapola tendría que ser acometido en un campo de batalla que nos resulte lo más propio posible, si no el viento. El viento que nos hace perder los papeles.  

martes, 7 de mayo de 2013

Oda a mí misma


No siento especial simpatía por Neruda, pero hay versos suyos que me caen como piedras desde el cielo directamente sobre la cabeza.

Hoy me cayó en un ojo “Sucede que a veces me canso de ser hombre / Y es tal vez porque quiero alcanzar las estrellas…” y luego, en el otro ojo: “ para dar rienda a mi naturaleza extraña…” Y bueno, con eso ya está, así soy yo. Aquí estoy, con mi naturaleza extraña y con mi terrible deseo de alcanzar la estrella, esa que siempre está más lejos. Golpeada por la evidencia de unos versos.  
Cuántos giros acrobáticos, cientos de pasos en espiral, siempre buscando estirar un poco más porque intuyo que se puede. Siempre incontentable (no existe, así que la invento), imposible apagar mi naturaleza extraña, que no es nada extraña porque sé exactamente de dónde viene, pero no tengo ni idea adónde va, porque es compleja, tanto que se me ocurre indescifrable.
Me jacto se ser lúcida y poder atrapar mis fantasmas, mis voces interiores y acallarlas con acciones certeras, pero cuando el viento de la noche gira en el cielo y canta, me caigo sobre mí misma. Me doy con mis exigencias y me rompo en trocitos de rabia y frustración porque soy escorpión y no puedo evitarlo.
¿Será así? ¿O será que, a pesar todo, a pesar de mí, estoy encantada de haberme conocido?
Hay muchas dificultades en la vida de adulto, pero creo que la muralla china (interna) del ser humano es cambiar-se. No cambiar a los demás, eso es la lección 1 del “No se puede, no insista”. Cambiar lo que sabemos que está mal, no por razón moral o porque lo diga tu madre, es porque nosotros sabemos que hay cosas - que no son las típicas inseguridades o miedos-, sino que son características definidas y descubiertas hace rato que tienen un color muy feo. Sabemos cómo se llaman, sabemos dónde las hemos escondido y sabemos que las negamos para salvarlas porque en el fondo nos parecen bien.
El tacaño cree que la hace de oro porque es austero, el hipócrita es listo porque consigue lo que quiere, el cobarde es cauto y el que se enfada y grita se dice valiente porque los demás le temen. Todos nos hacemos la autoayuda para reafirmarnos en nuestros males. Nos encantamos.
Una mujer con las manos torcidas por la artritis decía: ¡qué idota! De haberlo sabido me habría enojado mucho menos, me habría preocupado mucho menos. De haberlo sabido. Yo creo que lo sabemos. Sabemos que fumar mata.
Yo me canso de ser yo porque no puedo conmigo. Puedo con todo lo que se ponga por delante, puedo ayudar a otro incluso. Puedo superar y solucionar problemas en tiempos de medalla, pero conmigo misma…
Hace tiempo me recetaron 18 sesiones al psicólogo, y fui. Al final de la sesión 18 me dijo cuál era mi problema. No hubo sorpresa, el problema (para no entrar en detalles) soy yo. Me miró y se rió.
Soy difícil. Soy condenadamente difícil, me intento, pero no me consigo.
Hay que estar atenta a las señales de la naturaleza. Tengo que poner atención a lo que pasa a mi alrededor y levantar la mirada para ver cómo caen las estrellas fugaces, porque caen, y así es como podré agarrar una sin matarme. Tendré que detenerme y hablar aunque sea un poco con los que no me importan, de esas cosas que no me interesan, porque así dejo de mirarme y puedo disfrutar de cómo el centro no soy yo y, por tanto, el problema tampoco. Digo yo, y me río.