“Ancha es la puerta, pasajero avanza...” dice el texto
labrado en la cúpula del cementerio al que voy desde que tengo memoria.
No había Navidad, principio de junio, primero de octubre,
primero de noviembre y tantos días de diciembre que no fuera con un ramo de
claveles a encontrar mi lugar ante la piedra fría.
No sé cuántas personas entran a un cementerio cuando van a
conocer una ciudad, pero yo suelo hacerlo. La primera vez fue en Paris, y luego
seguí con la práctica hasta Berlín y su abrumador cementerio judío.
Los cementerios son lugares sobrecogedores por distintas
razones. Por su antigüedad, por su carácter, por lo que significan, por su
belleza o porque albergan los
restos de personas que alguien aún ama.
Para mí son indispensables. No podría entender mi causa sin
una tumba. Cuando nací ya había un muerto que tenía mis dos apellidos, los
mismos.
Para las personas que hemos perdido personas a las que
queremos el cementerio es lo que nos permite seguir hablando de ellas en
presente: voy a ver a mi hermano, voy a ver a la abuela, a la yaya.
Si hay algo que extraño y que me hace falta más de una vez
al año es ir al cementerio. Es una tradición en la que fui criada, y así como
descarté otras, esta la honro porque me llena de sentido.
Sé que mis muertos están ahí. Lo que fueron no, no están mis
abuelas o mi hermano, pero están los muertos. Eso que no sé qué es, porque en
rigor ya no es. Pero es el origen, es la causa, es la herencia, y es lo que me
hace ser yo de esta manera, con esta historia, con esta forma. Me siento
reconfortada por conexión cuando voy a la tumba de mis muertos. Con flores o
sin ellas, es el lugar desde el cual vivo su muerte; alguna vez con pena,
muchas otras serena y consciente… Me siento extrañamente esencial yendo al cementerio.
De pie, frente a frente con el silencio, leo una y otra vez
los nombres, las fechas, miro la piedra inscrita y siento que si hay un lugar
al que pertenezco es este.
Me habla la sangre que se ha ido cuando miro las lápidas, se
iluminan los colores de recuerdos apagados; recorro las formas de esas letras
que son apellidos, pero que son lazos anudados en cadena, son vivencias
transmitidas y continuadas por el deber que nos impone el cariño, la gratitud,
y el respeto por la historia compartida a través del tiempo; y esculpida en narices, bocas,
talentos, defectos, dedos torcidos. Una historia recibida para seguir
escribiéndola.
Cuando veo sus tumbas, veo algo que es mío como no podría
explicar nada más con más fuerza de propiedad, de pertenencia.
No defiendo territorios ni banderas, pero siento que si hay
un lugar en el que se me despierta el apego y el patriotismo es ante la tumba
de mis muertos.
Agua y viento se vuelven quietos en el cementerio y esa
silenciosa quietud, que no da
respuestas, pero tampoco deja lugar a dudas, tan blanca y lisa, me acompaña por
entre otras tumbas, hasta llegar a la mía para cumplir con la misión de vivir.
Camino atenta al crujir de los pasos en la tierra, a esa
mezcla de verde y gris que es toda nuestra existencia; la mía, y la de los que
se han ido a quedar en este lugar que es memoria y marca. Que es de dónde vengo
y hacia dónde voy, yo y los que haga yo, para quedarse junto a mi ceniza bajo
la palabra definitiva.