Reconozco que nunca me he tomado con la mejor actitud las fiestas de fin de año. Exceptuando algún año loco en
que estaba poseída por la euforia de una libertad desconocida y que ya no volvió, siempre me
exaspero con el ajetreo navideño.
De niña no sentí nunca especial interés por los regalos. Mi
mamá, pobre, hacía su mejor esfuerzo para sorprenderme, pero nunca consiguió
transformarme el semblante en algo parecido a gesto de entusiasmo o ilusión.
Siempre sabía lo que había dentro del papel de regalo y nunca era lo que me
hubiese gustado. Ni con 5 años ni con 15.
Siempre fui difícil, siempre lo he sido.
Ya de mayor, renuncié a formar parte de las mareas humanas
que invaden las tiendas brillantemente decoradas y, en cuanto pude, empecé a
regalar a mis seres queridos y cercanos algún billete en un sobre. Nunca falla
y te ahorra el esfuerzo adivinatorio.