Habría que hacer un gran esfuerzo para proteger la inocencia
de todo el que esté a nuestro alcance y, especialmente, la propia. Preservar
ese estado del alma que nos hace buenos, curiosos y libres, sobre todo libres.
Libres de todo mal, libres de cargas, pecados, culpas, malas intenciones y
responsabilidades.
Desgraciadamente hay personas, niños que, demasiado pronto,
la pierden. Se ven expuestos a situaciones violentas, terribles, vejatorias que
aunque no las entienden, y tal vez ni siquiera las dimensionen en su espanto,
les arrebata la mirada limpia y
pura propia de su condición de inocente que nada ha hecho y que nada debería
temer.
Todos, algunos de manera muy sutil y paulatina, y otros de golpe, dejamos atrás esta
condición humana preciosa para dar paso a un caminar
complejo y mucho más temeroso y rotundo.
Los que no logran atrapar aunque sea una pequeña porción de
candor se convierten en personas asfixiadas por la desconfianza y viven en un
estado de permanente suspicacia. La verdad, es difícil mantener cierta candidez
porque ser adulto es durísimo, sobre todo, porque estás casi siempre
desamparado, y sin amparo, entregarse al mundo es muy poco recomendable.
Tal vez, el impacto más grande, o la revelación más
impresionante que he tenido al madurar ha sido darme cuenta que estoy sola
frente al mundo. Yo diría que ese fue el momento en que perdí la virginidad, o
la inocencia. Me di cuenta, casi de golpe, y me sorprendí enormemente al
comprobar que ya no hay consejo que valga, no hay apoyo y no hay espacio para
errores sin consecuencias, que la vida de mujer grande es sola, que ser adulto
es acepar que vas sin amarre y que eso de “nacemos solos y morimos solos”, que tanto dicen en las malas series, y que no
significó nunca nada, va cobrando sentido y verdad por feo que suene.
No es falta de cariño, no es que no le importes a nadie…Tal
vez, incluso, sea justo lo contrario. A la gente que le importas y que te
quiere, en buena medida la sostienes tú, y al que no contienes tú, dejó de
protegerte porque te has hecho mayor.
Reconozco que me ha costado encajar este aspecto de hacerse
adulto. Más que arrugas, pecas, pieles y canas, he notado como aparecen y no
dejan de sucederse las situaciones en las que todo es cosa mía, decisiones y sus consecuencias, todas para mí.
Lluvia de tormentos.
Tus padres están ahí, te quieren, te preguntan cómo estás,
te dan algún que otro consejo, pero por la mañana has de tomar tú solo al día
por los cuernos.
Hay personas a las que esto no les sucede y no les va a ocurrir
nunca, ya sea porque les arropa una importante herencia ($€) y/o porque nunca
se darán cuenta de nada.
Sé que en esto de madurar vengo algo tarde porque no me
refiero a tener sentido común, que es algo de lo que, más o menos, soy
portadora desde hace un rato ya, sino a madurar en serio. A entender tu vida
como propia y a asumirla entera, sin reparos o reparto de culpas. Se siente
entonces cierta orfandad, una desnudez que te deja expuesta al mundo sin
abrigo, sin el manto protector que cuando eras adolescente te causaba agobio y
que ahora, ya sin él, te sitúa en el punto cero, es decir, a partir de ti.
Lo bueno es que los logros se hacen por fin propios, hay que
dar menos gracias y los aplausos, aunque ya no sean tan sonoros y te los tengas que
dar tu mismo, son inequívocamente tuyos.
Yo, desde que me hice mujer, me felicito por lo menos una
vez por semana.