Chica de Artó

Chica de Artó
Artó

martes, 25 de junio de 2013

Honestidad brutal.


Hay muchas cosas que son verdaderas trampas mortales y que dinamitan una relación. Amorosa o no.
Una de ellas es la confianza. Ese concepto tan amplio y anhelado y que, muchas veces, supone la consolidación de una relación.
Los padres quieren que sus hijos les tengan confianza. Las parejas, al comenzar, establecen la confianza como cimiento sobre el que construir la vida juntos. Los amigos se abrazan y besan porque hay confianza.
Aquí, donde vivo ahora, se dice que “la confianza da asco” y, claro, de entrada es un poco violento. Pero, con la experiencia y las perlas que se dejan caer en nombre de la apelada confianza yo estoy totalmente de acuerdo en que, muchas veces, da bastante repelús.
Hace años me vi en la situación de tener que responder a una pregunta con la verdad (¡Qué momento más incómodo!) No podía mentir o decirla a medias porque, básicamente, me habían pillado. Inventar algo era posible, claro, pero llegados a ese punto… me pareció innecesario. A veces el cariño te obliga a dejar que la confianza se vaya río abajo. Salí caminando en medio de la noche aún destilando cierto veneno y a cuestas con mi fracaso.
A partir de ahí decidí que para que las cosas de las relaciones se mantengan sanas hay que cubrirlas con un sutil, pero firme,  halo de misterio, donde la confianza se ha de entender como el respeto hacia la vida privada del otro y no como un acto translúcido de confesiones y revelaciones que dejan al descubierto la piel herida de quien nos quiere y no nuestra propia hipocresía, debilidad o impudicia.
En pareja es fundamental guardar distancia en algunos temas, pero también, y si me apuras, se hace muy  necesario que haya cajones con llave, para la familia y los amigos del alma.
A mí me cuesta no decir lo que pienso, me cuesta horrores a veces. Me contengo porque no confío en que la otra persona pueda salir indemne o seguir luego mirándome como si nada. 
Para que ese otro siga considerándome no debo excederme confiando en que puede soportarme.
Para bien o para mal, las palabras han sido radicales en mi vida. Olvido fechas, los lugares exactos de acontecimientos relevantes, se me arremolinan todo tipo de recuerdos vitales, pero las palabras que me han dicho personas que me importan se han quedado conmigo. Las buenas y las malas.
En mi familia no es un acontecimiento inhabitual que alguien te lance un tremendo párrafo sobre lo que piensa de ti. Suele ser un elaborado insulto.
Yo, que tengo ciertos puntos de fuga en el carácter, también he atravesado por la mitad a más de alguien.
Muchas veces me he quedado como estatua de sal pesando en cómo seguir a partir de ahí. Con los iris como dos puntitos, en silencio, miro sin ver por dónde se puede continuar comiendo o abrazando a esa persona con la que has intercambiado corrosivas emociones en frases volcánicas que, libres de rabia, albergan aún demasiada verdad. A veces, simplemente, no se puede continuar. 
¿Cómo pude decirle esa noche lo que había pasado? ¿Cómo fue que hice estallar por los aires su amor por mí? Demasiada confianza en mí misma, creo. 


  

martes, 18 de junio de 2013

Contra la tosquedad.


Crecemos, por lo menos yo, entre y a pesar de tantas barreras. Ideológicas, mentales, culturales, morales, económicas.
Crecí, por ejemplo, en un entorno machista, por no hablar de conflictos varios y, además, pobre. Una pobreza que lo abarcaba casi todo. Porque, para el que no lo sepa, la pobreza es extensiva y opresiva. No es sólo que siempre te falte algo o casi todo, es que, encima, conlleva el alejamiento total de un mundo estupendo, pero que es muy caro.
Y como ser pobre es difícil y arduo (una situación compleja donde las haya) a muchos los transforma en supervivientes y eso deviene en gestos poco amables. Básicamente, porque no le deben nada a nadie y eso, de alguna manera, te da licencia para poner los codos sobre la mesa.
Porque por mucho que el amor y lo intangible sea satisfactorio y lindo, hay tantas cosas bellas y deliciosas que se han de pagar con Master Card.
Lo bueno de haber sido pobre es que puedo hablar de ello con total propiedad. No fui pobre de documental africano, pero había mucha escasez. 
Sería falso decir que sólo había pobreza y pobres a mi alrededor. Tenía acceso a formas de vida mejor, pero yo, la mayor parte de mi infancia la retengo como pobre. Y como es mi infancia y sólo yo sé lo que pasó, puedo decir, sin mentir, que fue así; y agrego: es mucho mejor tener que no tener (dinero y más cosas).
Lo más curioso del entorno en el que crecí es que era particularmente variopinto, cuando la pobreza suele ser chata, uniforme, aburrida y, por lo mismo, embrutecedora.
No puedo hablar ahora de mis familiares directos porque… Imagínate el lío, pero dentro de mi ámbito diario, no obstante las miserias, había gente divertida, loca, extravagante, mezquinos, ambiciosos, mentirosos compulsivos, borrachos, y un par de buenas personas.  
Crecer con poco te define, te condiciona porque te haces a partir de los límites entre los que te tocó vivir.  La marcas que delimitan tu espacio vital son profundas. No se puede hablar de trazado porque esas líneas son canales que circuncidan tus posibilidades. 
Se supera, se avanza, se sale sin grandes marcas de amargura, pero te alejan para siempre de ciertas maneras que nunca te serán propias.
Se provocan extrañas vergüenzas, algunas heredadas, varias adquiridas y otras impuestas. Te vuelves árido, incluso cruel, cuando sientes que la vida te debe.
No es que ahora yo sea un modelo de finura semejante a una  orquídea, pero el ser una niña contemplativa me abrió una puerta que permaneció cerrada para otros, incluso cuando consiguieron, por fin, el dinero.
La pobreza no logró hacerme bruta. No porque yo sea extraordinaria, sino porque había junto a mí, pocas pero excepcionales personas que eran sensibles y delicadas.  No les daba todo igual.  Se afanaban por mantener las formas, las maneras, los detalles, y eso que la lucha diaria era por cubrir, a duras penas, el fondo.
Sin tener una gran educación, eran capaces de admirar un bordado, apreciar el tacto de una tela, caminar erguidas sobre un único pero precioso par de zapatos. Para las que era fundamental llevar lápiz de labios aunque hubiese que sacarlo con un palito desde el fondo del envase. Que ponían flores en el comedor donde la comida siempre era poca, que usaban el pañuelo planchado y perfumado, que se vestían con cuidado para ocasiones medio imaginarias, con príncipes inventados.
Su influencia temprana, fue como una vacuna ante toda la mezquindad, agresividad y brutalidad propia de un entorno pobre. La delicadeza y el delirio de algunas de ellas me protegió y consiguió librarme de una tosca cicatriz.  

martes, 11 de junio de 2013

Hasta que te encuentre.


Antes de perseguir un deseo, claramente, hay que elaborarlo. Encontrar, de entre todas las cosas que conoces o sospechas que existen en el mundo, una para perseguir. Esto, que parece sencillo, es toda una rareza y, sobre todo, un desafío a la dificultad.
Admiro a todo aquel que va a por lo que quiere, porque es excepcional, un ser fuera de lo común.
La mayor parte de las personas queremos (aparte de a nuestras siempre respetadas familias), cosas que, como son inertes y sólidas, se podrán aprehender o no, dependiendo de nuestra capacidad y/o fortuna; y he aquí donde quiero detenerme porque es lo que marca la diferencia.
Si alguien quiere tener una casa con vista al mar en la que las cortinas combinen con los sillones tiene muchas más posibilidades de llegar a la meta. Están también esos que quieren desafiar a la naturaleza llegando a cumbres de montañas, batir records de velocidad o tirarse a un precipicio con alas de plástico. Muchos de ellos, ya se sabe, mueren en el intento. Les ponen una placa en su pueblo porque, por lo general, no se encuentran ni los cuerpos. Son valientes.
El que me despierta más admiración, en todo caso, no es el que desafía a la muerte, sino aquel que, en la vida cotidiana va decidido hacia lo que desea.
Puede ser… un invento revolucionario, el reconocimiento mundial hacia un talento, la construcción de una gran obra, la perfección en algo que soporte el papel, el sonido jamás escuchado, tantas cosas, y el amor. 
Todos estos deseos tienen en común que hay que ir trabajando al encuentro, y también, que su consecución no depende únicamente de nosotros ¡Me cachis!
Muchos de esos perseguidores incansables, parten sin saber que la fortuna es la que determinará el destino, pero muy pronto, por el camino, se dan cuenta de que, o se alinean las estrellas o naranjas de la China. Y lo admirable, y lo que a partir de entonces los transforma en excepcionales, es que siguen en la misma dirección. Imperturbables en el deseo. No tozudos, nada tiene que ver con la detestable terquedad. Está mucho más relacionado con la imaginación, con la ilusión y la certeza. Lo que se quiere es eso o nada. No se conforman con la buena salud, con el buen hacer ni con la pensión.
Admiro al que no pierde de vista su flecha aunque todas las demás indiquen la dirección contraria. Esa fuerza, tan asociada a la juventud, la veo esplendorosa, sin menguar con el tiempo, en aquel que pudo descubrir lo que quería y no deja de irle detrás.
Por el contrario, veo al que no pudo imaginar nada, diluirse de tedio entre los minutos de un reloj atronador.
Hace unos días vi a uno de esos seres que saben lo que buscan, encontrarlo. Vi el cumplimiento de su deseo y me llené de encanto. No porque yo sea buena (que también), sino porque su felicidad llena de razón mi admiración. La coincidencia de lo buscado y lo encontrado, afortunadamente, se produjo.
A los seis años se empezó a gestar en mí, el primer deseo. Como no venía nada parecido, corrí detrás, pagando todo lo que hay que pagar por ello. Casi veinte años después, lo conseguí. 
Inmediatamente, surgió otro deseo, aún más grande, pero ni las estrellas ni nada se alineaba. Un día lo escribí en un trozo de papel y lo colgué en un árbol de granadas.
Un magnífico día de invierno se cumplió el deseo. Pero no tengo miedo, porque ya tengo papel en el que escribir más.

martes, 4 de junio de 2013

Bluff


Vengo y estoy en una sociedad donde la mentira está institucionalizada y forma parte no sólo de la idiosincrasia, sino que es un valor añadido a la hora de gestionar la vida cotidiana y ya no digamos la profesional.
La verdad no nos agrada. La encajamos mal y la asociamos muy rápidamente con falta de consideración hacia nuestros sentimientos. Nos gusta que nos engañen. Y yo digo que, hasta cierto punto, está bien el engaño, pero cuando hay un acuerdo tácito para que así sea. Cuando el engaño no es mentira.
La mentira pura y dura es fácil de ver, se huele, se ve venir y, casi siempre, es imposible de tragar, pero está tan acomodada, está tan bien puesta, en lugares tan importantes. Viene desde tan arriba y llega tan hondo que quién va a moverla de ahí. Nadie.
Me acabo de comprar una camiseta para este verano, que no me causa más que asquito, y en la etiqueta pone: “100% Bio algodón, certificado como bio cotton, sin fertilizantes ni pesticidas, respetuoso con el medio ambiente y con nuestro Planeta” (en 17 idiomas, en serio). Es una etiqueta enorme que obviamente tuve que cortar y que  no puedo dejar de mirar con espanto. Estas letras verde esperanza en cartón reciclado. Tan mona y bien diseñada.
Cuando se derrumbó el edificio en Bangladesh con cientos de personas dentro que cosían las camisetas de algodón bio, se habló un poco de que, tal vez, no son tan buenas las condiciones de las personas que hacen nuestra ropa, que son un poquito esclavos. Y, en alguna parte de la prensa escrita (no en TV ¡oh no!), se mencionó al pasar, que había niños descalzos trabajando en fábricas que no se vinieron abajo porque son agujeros. Niños, mujeres y hombres; personas que trabajan hundidas en la miseria, explotadas por otras personas, cosiendo día y noche etiquetas respetuosas con el medioambiente. Eso sí, el algodón no tiene pesticidas, así que todos tranquilos.
Hay cursos para enseñarnos a mentir mejor porque tenemos que aprender a mentir bien, con aspavientos, énfasis y seriedad. Estudiar mucho para crear buenas y grandes mentiras que nos lleven a conseguir nuestros objetivos. Cualquiera que sean.
Un día asistí a uno de esos cursos de coaching que, en resumen, venía a decir que lo más importante de una empresa es el “capital humano”; las personas, dijo en tono de iluminación el que hablaba para el asombro de los oyentes. Acto seguido, nos explicó cómo hacer que ese capital humano trabajara más por menos: mintiéndoles, claro.
Veo esas etiquetas bio por todas partes. En plátanos, cebollas, jugos. También lavadoras y coches eco, empresas con sello de sostenible y de RSC (responsabilidad social corporativa). Todo mentira.
Hemos pasado de embellecer nuestras palabras apelando al afecto, a las normas de buena conducta, al amor al prójimo, para dar espacio a mentiras que ya no vienen sólo desde el mercado y la política, está dentro de nuestros estómagos y en contacto con la piel.
La Coca-cola hace la felicidad, eso es verdad. Esto ya no se discute porque, claramente, es así. En este momento la mentira ha salido de la cadena de producción. Ahora es partícula elemental de nuestro pensar y proceder. No me extrañaría que se acabara por determinar que el bosón de Higgs es una mentira (Ja).
Hemos elevado la mentira. Primero la pusimos entre nuestros valores, la acomodamos en el centro de la moral llamándola ilusión y ahora ya cotiza por encima de nosotros, las personas.