Hay muchas cosas que son verdaderas trampas mortales y que
dinamitan una relación. Amorosa o no.
Una de ellas es la confianza. Ese concepto tan amplio y
anhelado y que, muchas veces, supone la consolidación de una relación.
Los padres quieren que sus hijos les tengan confianza. Las
parejas, al comenzar, establecen la confianza como cimiento sobre el que
construir la vida juntos. Los amigos se abrazan y besan porque hay confianza.
Aquí, donde vivo ahora, se dice que “la confianza da
asco” y, claro, de entrada es un poco
violento. Pero, con la experiencia y las perlas que se dejan caer en nombre de
la apelada confianza yo estoy totalmente de acuerdo en que, muchas veces, da
bastante repelús.
Hace años me vi en la situación de tener que responder a una
pregunta con la verdad (¡Qué momento más incómodo!) No podía mentir o decirla a
medias porque, básicamente, me habían pillado. Inventar algo era posible,
claro, pero llegados a ese punto… me pareció innecesario. A veces el cariño te
obliga a dejar que la confianza se vaya río abajo. Salí caminando en medio de
la noche aún destilando cierto veneno y a cuestas con mi fracaso.
A partir de ahí decidí que para que las cosas de las
relaciones se mantengan sanas hay que cubrirlas con un sutil, pero firme, halo de misterio, donde la confianza se
ha de entender como el respeto hacia la vida privada del otro y no como un
acto translúcido de confesiones y revelaciones que dejan al descubierto la piel
herida de quien nos quiere y no nuestra propia hipocresía, debilidad o impudicia.
En pareja es fundamental guardar distancia en algunos temas,
pero también, y si me apuras, se hace muy
necesario que haya cajones con llave, para la familia y los amigos del
alma.
A mí me cuesta no decir lo que pienso, me cuesta horrores a
veces. Me contengo porque no confío en que la otra persona pueda salir indemne
o seguir luego mirándome como si nada.
Para que ese otro siga considerándome no
debo excederme confiando en que puede soportarme.
Para bien o para mal, las palabras han sido radicales en mi
vida. Olvido fechas, los lugares exactos de acontecimientos relevantes, se me
arremolinan todo tipo de recuerdos vitales, pero las palabras que me han dicho
personas que me importan se han quedado conmigo. Las buenas y las malas.
En mi familia no es un acontecimiento inhabitual que alguien
te lance un tremendo párrafo sobre lo que piensa de ti. Suele ser un elaborado
insulto.
Yo, que tengo ciertos puntos de fuga en el carácter, también
he atravesado por la mitad a más de alguien.
Muchas veces me he quedado como estatua de sal pesando en
cómo seguir a partir de ahí. Con los iris como dos puntitos, en silencio, miro
sin ver por dónde se puede continuar comiendo o abrazando a esa persona con la
que has intercambiado corrosivas emociones en frases volcánicas que, libres de
rabia, albergan aún demasiada verdad. A veces, simplemente, no se puede
continuar.
¿Cómo pude decirle esa noche lo que había pasado? ¿Cómo fue
que hice estallar por los aires su amor por mí? Demasiada confianza en mí
misma, creo.