Chica de Artó

Chica de Artó
Artó

martes, 30 de abril de 2013

Embrujadas


Hablaba con una amiga que sostiene convencida que sólo hay un gran amor en la vida. Ella, chica lista, mujer con la cabeza bien puesta, me explicaba su creencia en ese amor único y verdadero. La entiendo, le creo, pero no me atrevo decirle que de lo que ella habla es de un anhelo, de un deseo, de una promesa incumplida.
Me pongo a pensar en mujeres y en algunos  hombres que conozco y que también, aunque de manera diferente, han tenido ese “Amor de su vida”. Todas son historias tristes, todas unidas por el mal de amor, por la tragedia de un dolor que terminó en final.
“Romeo y Julieta”, ha hecho tanto daño al hacernos creer, sobre todo a las mujeres, que amar intensamente es sufrir, que conlleva ríos de lágrimas, veneno y todo tipo de desencuentros y luchas.
El deseo que todo lo puede, que todo lo mueve, al que todos queremos en nuestras vidas es algo que, por definición, no se tiene.
Al escribir nuestra historia podemos marcar hitos en forma de cruces, rayas o puntos, incluso hacer borrones con las aventuras que hemos tenido, pero me niego a envolverme en el pesado manto del único gran amor.
Seré masculina o lo que quieras, pero creo que toda esa añoranza está deformada por los recuerdos y ese maldito “ qué hubiera pasado si…” Y como no lo sabemos y es algo que no ocurrirá nunca lo metemos en el mausoleo del amor eterno.
También reconozco que me gustaría ser la protagonista de uno de esos amores. Es muy emocionante imaginarse como alguien que encarna una pasión elevada a mito, o leyenda.
Mi voluntad para no encapricharme de los hombres que no me han hecho feliz viene de haber visto muy de cerca a muchas mujeres aferradas, de mala manera, a una historia que no pudo ser. Las vi dejarse caer en la infelicidad de relaciones insoportables, o sumirse en una soledad agónica por estar convencidas de que el gran amor se les había escapado.
Como Ginsberg, he visto a las mejores mentes de mi alrededor destruidas por la locura, histéricas, famélicas… por culpa del amor de su vida.
Mujeres, casi siempre mujeres, que ciegas de amor han vivido vidas enteras como bajo una maldición: La pasión sólo perdura en la desdicha y muere en la felicidad. Y ellas insistiendo, repitiendo sus condenas genéticamente heredadas, mirando el suelo a ver si encontraban lo perdido, enfermas de casi todo y tristes por casi nada.
En cambio, vi a los hombres recomponer rápidamente sus vidas, armarse de nuevo en poco tiempo, a corta o larga distancia. Libres de toda culpa y sin embrujo de por medio, se erigieron, sin previo pago, en nuevas relaciones, aventuras, pasiones en plural;  y pronto, otras vidas, como gatos.
Bukowski empieza su libro titulado “Mujeres” con una frase que a mi padre le encanta: “Más de un hombre bueno ha acabado en el arroyo por culpa de una mujer”. No te digo yo que sea mentira. Se caen en el arroyo, muerden el polvo, sí;  la cuestión es que se levantan ligeros y se sacuden el agua sucia con una  destreza envidiable.
Pero todo esto fue hace mucho. Las mujeres de las que hablo pertenecen a otro tiempo, a una generación con tradiciones incineradas junto a las cartas y las fotos. 

martes, 23 de abril de 2013

Forever Young


Alguna vez llegué a Barcelona y había rosas, casi todas las personas llevaban o traían rosas en la mano, otros las vendían a gritos, otros las inventaban de caramelos o chocolate y todos, muy rápido, iban a hacia algo muy importante con rosas que eran señaladas o ligadas con banderitas bicolores en rojo y amarillo.
Alguien me comentó que era como el día del amor a la catalana. Había un gran espíritu de fiesta en las calles. Para mí resultó ser mucho mejor que Navidad o Fin de Año porque la gente no va borracha gritando eufórica, sino caminando apacible y alegre, sin desesperar, entre una multitud que mira tranquila y atenta libros que hacen pilas y forman filas en tiendas y mesas improvisadas que ocupan casi todas las calles. 
Yo no llegué a vivir nunca Sant Jordi con el intercambio original ese donde las mujeres reciben la flor y los hombres el libro. Yo libro Y rosa siempre. Eso sí que es una fiesta de amor, recibir, y no intercambiar para recibir la peor parte.
Me gusta tanto Sant Jordi porque hay una celebración verdadera, de gesto  concreto.  No es como esas fiestas de  “buenas intenciones”, no se trata de esos días conceptuales como el día de la madre o la amistad, ag , ag, ag. Bueno, está un poco el asunto fiesta nacional, pero de eso no voy a hablar.
Sant Jordi es importante para mí porque me hace pensar y, de alguna manera, reencontrarme con mi propia alegría. No con esa alegría de risa de un momento alcohólico, sino como condición, como forma de ser, con ese momento de la vida en que eres divertido y que luego se hunde en la adultez…
Nunca fui muy festiva, payasa o lo que se dice "una chica graciosa”, pero había en mí la característica espontaneidad que sale en forma de chispa en momentos precisos,  en momentos claves, en esos momentos en que la gente se puede enamorar de ti.
Fui a ver una película triste. Desde el minuto uno ya sabía que sería triste. Siguió triste y terminó más triste aún. No porque muriera nadie, sino porque era tan como la realidad que podías verte un poco. Y me pareció triste ver un poquito de mí en esa mujer que ya no suelta carcajadas demasiado fuertes o que nunca hace cosas fuera de lugar.
Comprobar que la alegría, que ha sido causa de momentos extraordinarios, de saltos desde un puente imaginario, de carreras de ranas nocturnas y canciones sentidas y cantadas al amanecer, se ha vuelto débil y esquiva cuando tengo que ejercer de individuo, de mujer.
El rictus en el gesto, con el tiempo y las cosas del hombre en la Tierra, se traslada también a esa parte nuestra que responde rápido y fértil ante una mirada, ante una provocación simpática; y no tiene nada que ver con ser o no ser feliz, tiene que ver con la capacidad de sentir y la intención de dar destellos de alegría para otros. Hablo de una gracia, y cierta picardía, que pinta los labios, da forma a los ojos, enciende las mejillas y nos vuelve atractivos, sexys.
Lo evoco ahora como un  estado de ánimo casi constante, que parece haber germinado cuando estábamos libre de toda nostalgia porque sentíamos, o creíamos, que lo teníamos todo y no añorábamos nada. 
Con el paso del tiempo se pierde la belleza del cuerpo y se pierde la voluntad de alegrarse, no debería ser. A la bonita juventud no hay quien la atrape, pero la voluntad de mantenerse joven en el proceder está ahí para abrazarla, o más bien para agarrarse a ella con dientes y muelas.
Menos mal que está Sant Jordi para rescatarme y devolverme al verde valle del jolgorio. Prometo, además del libro, coger un buen ramo de rosas para deshojarlas durante el resto del año y no olvidar que, como en el cuento, si no ríes a carcajada limpia, no vuelas, te hundes.



martes, 16 de abril de 2013

El mundo según... cómo se mire.


He tenido la excitante oportunidad de asistir a un par de encuentros con John Irving durante la semana que recién pasó. Fenómeno fan aparte, se trata de un tipo listo. Es un hombre que tiene claro aspectos fundamentales de la  vida y de su trabajo. Ha resuelto el enigma y le ha salido de maravilla.
También estuve leyendo algunas de las cosas que planteaba Sampedro (se ruega googlear), que acaba de morir, y llevando las máximas de ambos a la mínima expresión, puedo decir que la lucidez de los dos se encuentra, coincide, en el pensamiento libre.
Libre que no necesariamente liberal, liberalista o libertador (Dios nos salve María). Libre, que viene a ser algo como: piensa, en lo que quieras, pero piensa y luego existe, para que puedas existir decidiendo tú mismo en qué creer.
Y eso puede ser lo que te dé la gana: monedas de oro, Buda, Jesucristo, Picasso, el Rey Lear, la Virgen de Lourdes, energías cósmicas, la fruta biológica. Lo que quieras, pero que sea elegido y no impuesto.
Dicho así, parece sencillo. Y bueno, me pongo a pensar y pienso y, si me esfuerzo un poquito llego a un par de buenas conclusiones  ¡Vamos, que soy una librepensadora!
Cuando se castiga a un niño pequeño se le envía raudo a la habitación y se le dice: piensa en lo que has hecho.
Por supuesto, el niño no te hace ni caso y al poco de salir de su castigo de pensar (sí, eso le hemos dicho) vuelve a hacer lo mismo porque, anda a saber, igual lo ha pensado y ha decidido que no te piensa hacer caso o, lo ha pensado y luego ha hecho otra cosa que le parecía mucho más divertida… Que es lo que hacemos todos.
Porque, además de pensar, creo yo, y esto no me lo dijo el guapo de John, tenemos que actuar en concordancia, o sea, ser coherentes. Y eso… eso ya es mucho más complicado.
La dificultad de ser coherente estriba en que  además de pensar por nosotros mismos, hay que vivir  con ello, y vivir (sin pensar incluso) es muy jodido. No para todos, pero para la mayoría de nosotros sí.
El que no piensa y mata los días, no es mi asunto.
El pobre está fastidiado por haber nacido pobre, y el resto hace lo que puede con lo que tiene que, por lo general, es más bien poco.
De manera que ser coherente con una idea propia, construida a punta de instinto, renuncia,  sudor,  esfuerzo variado,  es trabajoso porque, además,  requiere capacidad y coraje para enfrentarse a lo que no nos gusta, exigir lo que consideramos nuestro derecho y asumir nuestro deber, sin ceder ante la tentación de vivir en paz.
A todo esto le sumas hacer ejercicio porque en mente sana corpore sano  y te  entra , por lo menos, un desmayo a la semana.
Lo malo es que el otro camino, el de borregos, el de creyente a pie juntilla, el del comprometido con la empresa (que no es suya), el del miedo a la oscuridad, el de la obediencia y la evasión es, por decirlo suave, una caca de mono.  Y no sé yo si será mucho más fácil.
El niño dirá ¿por qué? Pues porque no hay sorpresas,  tiene pocas emociones, el final ya se sabe de antes, es gris, y hay tantos viviendo ahí que uno, por guapo y simpático que sea,  no pinta nada.    
Dudar, sólo dudar, sin llegar a ninguna certeza, libra. Y si resulta que piensas y encima creas algo original y magnífico que triunfa, pues John Irving.
Y si no,  dudando vives emocionado y curioso. 

martes, 9 de abril de 2013

Tú por mí



Hace casi un año murió mi amiga Fran de un cáncer que la devoró sin piedad. 
Sin la menor piedad.
Su muerte me provocó una profunda angustia. Lloré como hace años no lloraba. Me sentí perdida y oprimida por el espanto que significaba su cruel final. Otra vez el plan supremo se me hacía intolerable.
Me sentí tocada y en mi aflicción conseguí, sin hacer ningún esfuerzo, sentir en mi piel su dolor. Pude construir detalladas imágenes mentales de su falta de aliento. Asistí sin ir, al  instante en que sabía que se moría mientras sus hijos la miraban desde los ojos que ella misma les había dado.
Aún puedo sentir la pena, igual que entonces, sin que me cueste nada.
Dicen que la base de esta sociedad es la empatía. La utilizada, recurrida, apelada y solicitada empatía. Ponerse en el lugar del otro ¿Es un principio básico, no? Sí, claro ¿Lo hace mucha gente? ¡Oh no! (Al menos no como estaba previsto).
Esta es la sociedad más individualista jamás conocida. Es así, no estará muy bien, no será tan buena idea, pero es así.
¿De qué empatía me hablan cuando me hablan de empatía? Estoy convencida que se trata de frases con ocultos y más bien siniestros objetivos, tipo: “El trabajo dignifica”. Ya te digo yo, que hay trabajos que hacen justo  lo contrario y que la dichosa empatía, hoy por hoy, no existe más que como estrategia de manipulación.
Nadie se pone en los zapatos de otro, la mayor parte de las veces por asco, y porque todo lo que esté fuera de nuestra burbujita, construida con tanto esfuerzo, nos importa una mierda.
Como noticia algo nos  puede resultar más o menos cercano y nos parece mal, incluso terrible… como noticia. Debería ser de otra forma, pero la realidad es que todos estamos ocupados y la indiferencia es avasalladora.
No se piensa en el verano cuando cae la nieve, no hay cambio de  nuestra conducta, no se produce empatía hasta que el muerto es propio o los disparos pasan muy, muy cerca.
Me dolió el cáncer de mi amiga porque su vida y la mía se parecían. Su edad era la mía, sus posibilidades eran como las mías, su cuerpo era como el mío, sus hijos, su voz y sus manos podrían haber sido las mías. Podría haber sido yo. Su enfermedad podría haber sido mía. Y podría.
Un empate más que empatía ¿no?
Envié flores blancas al funeral de la Fran y no pude hacer nada, porque nadie puede hacer nada, cuando la vida se vuelve amorfa e impenetrable por dura, por terca, porque no le importas. Y desde su inmensidad, te lo niega todo. Se impone ante tu ruego, ante la desesperación y te dice: no; inconmovible y pérfida. La vida - no la muerte-,  no escucha lo que tienes para decir, no le perturba tu miedo porque ni siquiera te ve temblar; y te cierra la razón de un golpe certero.
De nada sirve llorar y no se puede dejar de hacerlo. Las lágrimas son incontenibles, terriblemente líquidas, inútiles en su rabia, caen en su forma más aguda  y afilada, tan desesperadas que funden la carne, pero no pueden contra la muerte que vive siempre eterna en nuestra sangre fría. 

martes, 2 de abril de 2013

El Santo Sentido


Ha habido otras Semanas Santas en las que me he sentido mucho más conectada con la reflexión espiritual y religiosa, incluso con el rito que conlleva. Esta no.
Este fue un fin de semana amplificado donde el vermuth en una bonita copa y bajo el sol era lo que llenaba de gozo el alma grande.
Viernes Santo, la noche ya se había instalado brillante, venturosa, fresca y silenciosa. Era ese momento breve en que aún no hay  borrachos gritando ni motores acelerando durante el semáforo en rojo, los bares cerrados y con la gente aún dentro de las discotecas. Por tanto, la noche era ideal.
Caminaba sola por una calle del Eixample barcelonés, disfrutando de no tener prisa como casi todo el resto de los días en que voy a contrarreloj.
Un hombre, probablemente un sin-techo, sentado en un banco escuchaba música conectado por auriculares a un aparatito que sostenía como a un bebé en una mano que me pareció enorme. Movía rítmicamente el  pie derecho y se balanceaba levemente hacia lado y lado. Al pasar frente a él oí que tarareaba bajito. Miraba un poco hacia arriba pero sin llegar al cielo. Disfrutaba del momento, de la música, de su reproductor de música y de la canción. De la noche, del paisaje urbano, de la temperatura ambiental y ve tú a saber de cuántas cosas más.
¿Hace cuánto que no estoy yo tan feliz con tan poco? Pero en realidad no era eso lo que me zumbaba en la oreja. No lo supe en ese momento, sino un par de días más tarde.
Cambiaron la hora, así que todo empezó tarde y demasiadas personas tuvimos la misma idea: huir hacia una playa lejana.
Unas cuantas horas de coche y tres dificultades técnicas propias de la vida familiar ayudaron lo suyo  para que de pronto estuviera agobiada, caminando con rabia y hastío por una vereda casi inexistente buscando mesa para comer en un restaurante que, imperiosamente, debía mirar de frente a la Costa Azul. No podía ser un poco más hacia allí ni doblando, ni dentro ni al fondo ¡No!
El sol es tibio, el aire fresco y apetitosamente perfumado, el mar no parece radioactivo desde aquí, las rocas y los árboles son perfectos, el rumor multilingüe del gentío es divertidísimo… Y yo estresada haciendo de un día perfecto una de mis cruzadas obsesivas.
Entonces ¡se hizo la luz! y en un arrebato de madurez y sabiduría, nos sentamos donde pudimos y esperamos. Esperamos mucho más que otros que por guapos eran atendidos sin dilación. Esperamos tranquilamente a pesar de resultar invisibles para los camareros. Esperamos mucho más de lo permisible para que nos tomaran el pedido… Y nos fuimos poniendo contentos - y no por el vino que no nos traía nadie- sino contentos de mirar a la gente, de estar sentados, de estar juntos, del sol que se había impuesto a la anunciada lluvia.
No sé si fue media o una hora entera después, pero finalmente comimos, tampoco sé si estaba tan delicioso, pero me lo pareció.
Contentos porque era un día para estar contentos. Cristo había muerto después de haber sido torturado y nos salvó.