Hablaba con una amiga que sostiene convencida que sólo
hay un gran amor en la vida. Ella, chica lista, mujer con la cabeza bien
puesta, me explicaba su creencia en ese amor único y verdadero. La entiendo, le creo, pero no me atrevo decirle que de lo que ella
habla es de un anhelo, de un deseo, de una promesa incumplida.
Me pongo a pensar en mujeres y en algunos hombres que conozco y que también,
aunque de manera diferente, han tenido ese “Amor de su vida”. Todas son historias
tristes, todas unidas por el mal de amor, por la tragedia de un dolor que
terminó en final.
“Romeo y Julieta”, ha
hecho tanto daño al hacernos creer, sobre todo a las mujeres, que amar
intensamente es sufrir, que conlleva ríos de lágrimas, veneno y todo tipo de
desencuentros y luchas.
El deseo que todo lo puede, que todo lo mueve, al que todos
queremos en nuestras vidas es algo que, por definición, no se tiene.
Al escribir nuestra historia podemos marcar hitos en forma
de cruces, rayas o puntos, incluso hacer borrones con las aventuras que hemos
tenido, pero me niego a envolverme en el pesado manto del único gran amor.
Seré masculina o lo que quieras, pero creo que toda esa
añoranza está deformada por los recuerdos y ese maldito “ qué hubiera pasado
si…” Y como no lo sabemos y es algo que no
ocurrirá nunca lo metemos en el mausoleo del amor eterno.
También reconozco que me gustaría ser la protagonista de uno
de esos amores. Es muy emocionante imaginarse como alguien que encarna una
pasión elevada a mito, o leyenda.
Mi voluntad para no encapricharme de los hombres que no me
han hecho feliz viene de haber visto muy de cerca a muchas mujeres aferradas,
de mala manera, a una historia que no pudo ser. Las vi dejarse caer en la infelicidad
de relaciones insoportables, o sumirse en una soledad agónica por estar
convencidas de que el gran amor se les había escapado.
Como Ginsberg, he visto a las mejores mentes de mi alrededor
destruidas por la locura, histéricas, famélicas… por culpa del amor de su
vida.
Mujeres, casi siempre mujeres, que ciegas de amor han vivido
vidas enteras como bajo una maldición: La pasión sólo perdura en la desdicha y
muere en la felicidad. Y ellas insistiendo, repitiendo sus condenas
genéticamente heredadas, mirando el suelo a ver si encontraban lo perdido,
enfermas de casi todo y tristes por casi nada.
En cambio, vi a los hombres recomponer rápidamente sus
vidas, armarse de nuevo en poco tiempo, a corta o larga distancia. Libres de
toda culpa y sin embrujo de por medio, se erigieron, sin previo pago, en nuevas
relaciones, aventuras, pasiones en plural; y pronto, otras vidas, como gatos.
Bukowski empieza su libro titulado “Mujeres” con una frase
que a mi padre le encanta: “Más de un hombre bueno ha acabado en el arroyo
por culpa de una mujer”. No te digo yo que
sea mentira. Se caen en el arroyo, muerden el polvo, sí; la cuestión es que se levantan ligeros
y se sacuden el agua sucia con una
destreza envidiable.
Pero todo esto fue hace mucho. Las mujeres de las que hablo
pertenecen a otro tiempo, a una generación con tradiciones incineradas junto a
las cartas y las fotos.