Ha habido otras Semanas Santas en las que me he sentido
mucho más conectada con la reflexión espiritual y religiosa, incluso con el
rito que conlleva. Esta no.
Este fue un fin de semana amplificado donde el vermuth en
una bonita copa y bajo el sol era lo que llenaba de gozo el alma grande.
Viernes Santo, la noche ya se había instalado brillante,
venturosa, fresca y silenciosa. Era ese momento breve en que aún no hay borrachos gritando ni motores
acelerando durante el semáforo en rojo, los bares cerrados y con la gente aún dentro
de las discotecas. Por tanto, la noche era ideal.
Caminaba sola por una calle del Eixample barcelonés,
disfrutando de no tener prisa como casi todo el resto de los días en que voy a contrarreloj.
Un hombre, probablemente un sin-techo, sentado en un banco
escuchaba música conectado por auriculares a un aparatito que sostenía como a
un bebé en una mano que me pareció enorme. Movía rítmicamente el pie derecho y se balanceaba levemente
hacia lado y lado. Al pasar frente a él oí que tarareaba bajito. Miraba un poco
hacia arriba pero sin llegar al cielo. Disfrutaba del momento, de la música, de
su reproductor de música y de la canción. De la noche, del paisaje urbano, de
la temperatura ambiental y ve tú a saber de cuántas cosas más.
¿Hace cuánto que no estoy yo tan feliz con tan poco? Pero en
realidad no era eso lo que me zumbaba en la oreja. No lo supe en ese momento,
sino un par de días más tarde.
Cambiaron la hora, así que todo empezó tarde y demasiadas
personas tuvimos la misma idea: huir hacia una playa lejana.
Unas cuantas horas de coche y tres dificultades técnicas
propias de la vida familiar ayudaron lo suyo para que de pronto estuviera agobiada, caminando con
rabia y hastío por una vereda casi inexistente buscando mesa para comer en un
restaurante que, imperiosamente, debía mirar de frente a la Costa Azul. No
podía ser un poco más hacia allí ni doblando, ni dentro ni al fondo ¡No!
El sol es tibio, el aire fresco y apetitosamente perfumado,
el mar no parece radioactivo desde aquí, las rocas y los árboles son perfectos,
el rumor multilingüe del gentío es divertidísimo… Y yo estresada haciendo de un
día perfecto una de mis cruzadas obsesivas.
Entonces ¡se hizo la luz! y en un arrebato de madurez y sabiduría, nos sentamos donde pudimos y
esperamos. Esperamos mucho más que otros que por guapos eran atendidos sin
dilación. Esperamos tranquilamente a pesar de resultar invisibles para los
camareros. Esperamos mucho más de lo permisible para que nos tomaran el pedido…
Y nos fuimos poniendo contentos - y no por el vino que no nos traía nadie- sino
contentos de mirar a la gente, de estar sentados, de estar juntos, del sol que
se había impuesto a la anunciada lluvia.
No sé si fue media o una hora entera después, pero
finalmente comimos, tampoco sé si estaba tan delicioso, pero me lo pareció.
Contentos porque era un día para estar contentos. Cristo
había muerto después de haber sido torturado y nos salvó.
Me parecio buenisimo y como cada semana con gusto a poco.
ResponderEliminarLomy
Apreciada lectora;
ResponderEliminarSiempre he procurado irme antes del lleno total...
Tendrá que esperar a por el libro. De momento, te agradezco que me sigas.
Espero seguir contando contigo.
Enganchada desde la primera línea Victoria. Yo tb te sigo.
ResponderEliminarCV
Oh! Muchas gracias Cris! (?)
EliminarEs un impulso saber que me lees!
Sí soy Cris. Aunque no sé si la misma Cris que piensas. Nombre y apellido, está claro ;-)
EliminarClaro que te sigo!! Un abrazo.