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Uno de mis tíos durante un almuerzo familiar le tiró el plato a su madre, mi abuela, porque no le pareció bien el trozo de carne. Yo tenía cuatro años y estaba escondida debajo de la mesa, escapaba de mis primos que me perseguían en un juego alegre y emocionante, completamente ajeno a la trifulca del comedor. Ahí debajo, sin ver muy bien lo que pasaba, escuché todo lo que se dijo. Nunca logré querer a mi tío. Nunca.
Muchos años después, él enfermó de cáncer y sufrió un deterioro físico tremendo y yo seguí sin poder quererlo. No lo quise cuando estaba sano, no lo quise cuando estuvo enfermo, no lo quiero ahora que está muerto.
Por decir cosas como estas mi madre “se quiere morir” y mi padre, desde lejos, mira para otro lado advirtiendo que a él no le gusta que le perturben el día.
Decir las cosas que uno piensa, en mi familia, a mi alrededor, siempre fue un derecho casi exclusivamente masculino. Decir que la carne no te gustaba y de paso tirar lejos el plato, o lanzar fuego por la boca, era algo que sólo los hombres podían hacer sin tener luego ni que recoger los trozos.
Después ya venía la esposa, la madre o la hija para poner paz y limpieza donde sólo había desparramo de porquería, ya fueran palabras disonantes que aún flotaban o restos de comida y loza quebrada esparcida por el suelo.