Chica de Artó

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Artó

jueves, 26 de junio de 2014

Dicho y hecho!

aldeo.cl

Uno de mis tíos durante un almuerzo familiar le tiró el plato a su madre, mi abuela, porque no le pareció bien el trozo de carne. Yo tenía cuatro años y estaba escondida debajo de la mesa, escapaba de mis primos que me perseguían en un juego alegre y emocionante, completamente ajeno a la trifulca del comedor. Ahí debajo, sin ver muy bien lo que pasaba, escuché todo lo que se dijo. Nunca logré querer a mi tío. Nunca.
Muchos años después, él enfermó de cáncer y sufrió un deterioro físico tremendo y yo seguí sin poder quererlo. No lo quise cuando estaba sano, no lo quise cuando estuvo enfermo, no lo quiero ahora que está muerto.
Por decir cosas como estas mi madre “se quiere morir” y mi padre, desde lejos, mira para otro lado advirtiendo que a él no le gusta que le perturben el día.
Decir las cosas que uno piensa, en mi familia, a mi alrededor, siempre fue un derecho casi exclusivamente masculino. Decir que la carne no te gustaba y de paso tirar lejos el plato, o lanzar fuego por la boca, era algo que sólo los hombres podían hacer sin tener luego ni que recoger los trozos. 
Después ya venía la esposa, la madre o la hija para poner paz y limpieza donde sólo había desparramo de porquería, ya fueran palabras disonantes que aún flotaban o restos de comida y loza quebrada esparcida por el suelo.
Nosotras, las chicas, las niñas y las mujeres, estábamos para “ayudar” en todo lo que pudiéramos, apaciguar y disimular cualquier cosa que pudiera alterar el delicado equilibrio familiar. Si alguna mujer decía o hacía lo que le parecía era porque estaba loca y se condenaba con su actitud a la soledad más espantosa hasta el fin de sus días.
Algo falló en el mensaje (¡menos mal!) y en el augurio también, porque no todas, pero muchas de nosotras, sabíamos detectar lo que estaba bien de lo que estaba mal, a pesar de ser pequeñas y estar calladitas, y hemos llevado adelante nuestras ideas sin condenarnos a ningún tipo de exilio afectivo o ruina espiritual.
Estamos bien enteras y contentas.
Moraleja: se puede decir y hacer lo que se cree sin que el cielo caiga sobre tu cabeza.
También te digo que el cielo no te castiga, pero algunas personas sí.
La clave está en poseer cierta destreza para mover la muñeca y la cintura y la capacidad lingüística para poder hacer tus “observaciones” siempre bañadas de mucho cariño y buena intención; porque tú no eres el patriarca, así que no te puedes permitir actuar como el fundador (que dice lo que le sale del c… corazón) cuando sólo eres una pieza incómoda del engranaje fraternal.
Lo cierto es que pasarán los años, habremos hecho lo que hemos querido, pero aún así, debo reconocer con el dolor de mi orgullo, que no se puede. No se pueden decir todas las cosas, no se puede romper con ciertas tradiciones y no se puede decir todo lo que se sabe o se cree. Hay que ser respetuosa, compasiva y comprensiva. Y entender que la historia tiene capítulos crípticos y puntos de vista diversos, y que  la verdad estará siempre repartida en pequeños bocaditos.
¿Y si no? Pues tierra, agua y Skype para comunicarse que, afortunadamente, a veces se corta.

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