Chica de Artó

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Artó

jueves, 3 de julio de 2014

Campo de batalla



Hace un montón de tiempo fui a ver una exposición sobre grandes escritores y lo primero que vi, fue un texto que decía: “La soledad en pareja es el infierno consentido” (de M. Houellebecq).  Seguí el recorrido intuyendo que era una gran frase, pero la verdad, no la entendí.
Porque hay cosas que no se comprenden hasta que se viven. Intenta tú explicar la maternidad, la tristeza infinita de una muerte, la agonía de no tener, el miedo… Bueno, claro que se pueden contar, pero en carne viva es otro asunto.
Que tampoco tiene nada de malo porque francamente hay muchas cosas a las que no quisiera ni acercarme y encantada de que me las cuenten, pero debo reconocer que, a veces, son ellas las que se nos vienen encima.
Como esto de la pareja y de sentir que se rompe todo, que no hay nadie, que te has equivocado y que el silencio anterior al despertador o el ruido doméstico te parten por la mitad.
Sé que todas las que vivan en pareja sabrán de qué hablo cuando digo que hay días en que firmarías la ruptura sin importar cuánto pudiera costarnos. Por lo general no son cosas que se admitan de buenas a primeras, pero como mínimo un par de días al mes (y a veces a la semana) no quiero a mi marido y no entiendo cómo he llegado hasta donde estoy ni cómo he podido enredarme tanto en algo que no me explico cómo va a llegar a mañana.
La vida real  viene con tantas manchas, estridencias, salpicaduras y roturas que muchos días parece no tener cabida para el amor.
Me mata pensar que no quiero lo que tengo y luego adorarlo como la esencia misma de la vida.
Hay veces que, en un solo día, le metería la cabeza en el horno, me lo comería con un poco de aceite de oliva, no lo cambiaría por nada y sacaría la basura con él dentro… Todo junto. El paquete viene así. No se puede comprar por partes. O la pieza entera o nada.
Cuando leí esa frase misteriosa del infierno en pareja no tenía ni la menor idea de que era así. Hay momentos tan malos que no se puede con ellos. La soledad y la incomprensión se abrazan al cuerpo cansado. Y lo único que podemos hacer es todo lo posible para que sean los menos. Lo demás no existe.
Ni la más bonita, ni la más sabia, ni la más feliz vive un permanente edén perfumado estando en pareja.
Lo que a mí me ayuda en los momentos malos, es repasar la lista de mis pequeñas imperfecciones, esas “cosillas” que no hago tan bien, los filos incómodos de mi carácter… y buscar, buscar y encontrar en mi memoria las cosas que me han hecho quererlo. Como el día en que perdimos el avión y yo me puse a llorar, entonces fue y quemó su tarjeta para comprar otro ticket; o cuando no me dijo nada por equivocarme rotundamente. Cuando mató a ese bicho horrendo en la mitad de la noche… Cuando se puso de mi parte con todos en contra.
Si estoy en un día malo reconozco que no lo veo tan claro como ahora. Ese día no soy capaz de entender a otro ser, no veo por dónde seguir, no me acuerdo de nada bueno, sólo veo ropa sucia, platos apilados bajo el grifo que gotea desde hace un año y a él hablando por teléfono.
Pero llega la noche, la cena, una copa de vino. El ajetreo disminuye y pareciera que nos da un respiro.
A regañadientes se lleva los platos a la cocina, reclama y deja caer sonoramente los cubiertos. Yo leo la etiqueta del ketchup para no estallar.
Vuelve con un postre y dos cucharas, me mira contento y me pregunta con cariño, ilusionado: “¿compartimos?”.
Compartamos, dale.

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