Chica de Artó

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Artó

jueves, 24 de julio de 2014

Silencio por amor



Una noche de invierno particularmente fría tuve que salir al balcón a colgar la ropa. Pasé por delante de mi media naranja con la palangana cargada y me perdí de su vista al cruzar el ventanal que dejé intencionadamente un poco abierto.

Estaba ahí, en esa encomiable labor de estirar, sacudir y tender la ropa de todos cuando de pronto se cierra la puerta para dejarme completamente aislada ahí fuera, medio a oscuras. Sola.

No había sido el viento. Él decidió cerrar porque entraba un molesto aire helado. 
Miré los bultos mojados a mis pies en busca de ropa suya, y de no haber sido todo sábanas y toallas, se las hubiese tirado balcón abajo.

Entro en casa hecha una furia, conteniendo las palabras malsonantes, hago todo el ruido posible con vasos, cubiertos y cajones, y me callo. No hablo. No pienso hablar nunca más. No diré ni una sola palabra y con mi mutismo provocaré una hecatombe a mi alrededor. Ya verás.


Nuestra pareja no parece llevar la cuenta de los episodios de silencio  enfurruñado, así que una y otra vez –sin muestras de cansancio– nos preguntará qué nos pasa, lo hará incluso con genuina inocencia, con verdadero afán por saber (que no entender) lo que pudiera habernos ocurrido, intentando desentrañar el misterio de la mente femenina.

Y mientras él más pregunta más crece el empeño por callar, porque sólo así cambiaremos el planeta ¡Con telepatía!

Yo, igual que tú, sé por qué no hablamos. Sé la rabia que da que el otro no entienda las señales, que no se percate de los acontecimientos del mundo en que vivimos juntos y que haya días en que directamente no nos vea. Me he preguntado miles de veces cómo es posible, que después de tanto tiempo, no consigan leernos y mucho menos adelantarse para evitar el choque. Pero también te digo que el sistema del "mute” sigue sin funcionar. Las conexiones mentales continúan sin señal.

Así que, sin solución intermedia entre el verso y la nada, creo que tendremos que hablar. Decir lo que nos molesta, pedir ayuda, explicar lo que no nos gusta.
¿Cuántas veces? Pues, al parecer, todas las veces.

Durante mi vida adulta me he resistido todo lo posible a pedir ayuda. Me hunde o me enfada hasta el infinito que me digan que no, y por una mezcla de orgullo y tenacidad intento hacerlo todo sola. Porque puedo, porque quiero y porque si no se te ocurre a ti solito echarme una mano, solicitarla me fastidia terriblemente.

Hasta como los 25 años, esto está muy bien. Adelante, tú dale que yo te aplaudo más que nadie. Luego, según cómo se gestione esta “autosuficiencia”, que de ciencia tiene bien poco, es muy fácil que pase a ser una estupidez. Básicamente porque llega un momento en que empiezas a sentirte dolorosamente sola frente al mundo y se va acumulando cierta rabia que podría volverse amargura. Y eso, pufff, no es nada deseable.

(Aún) Creo en la conversación y no se me ocurre algo más profundamente humano que hablar; de pie, sentados o tumbados, como quieras, pero hablar confiando en que de alguna manera conseguiremos entendernos. Sacando los pensamientos espinosos para que no se conviertan en sollozos o gritos, sino en nutridos encuentros que hagan mil pedazos al obstinado silencio.

Bonus:
Marina Abramović y Ulay tuvieron una apasionada relación profesional y amorosa en la década de los 70's. Cuando sintieron que no podían continuar juntos, realizaron su última acción: recorrieron la Muralla China, cada uno desde un extremo para encontrarse en el centro, darse un fuerte abrazo y no volver a verse.
20 años después, el MOMA hace una retrospectiva de Marina donde la artista, como parte de una performance, se sienta durante un minuto en riguroso silencio frente a una persona del público.
Esto es lo que pasó cuando inesperadamente, Ulay se sentó frente a ella.

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