Sin la menor piedad.
Su muerte me provocó una profunda angustia. Lloré como hace
años no lloraba. Me sentí perdida y oprimida por el espanto que significaba su
cruel final. Otra vez el plan supremo se
me hacía intolerable.
Me sentí tocada y en mi aflicción conseguí, sin hacer ningún
esfuerzo, sentir en mi piel su dolor. Pude construir detalladas imágenes
mentales de su falta de aliento. Asistí sin ir, al instante en que sabía que se moría mientras sus hijos la
miraban desde los ojos que ella misma les había dado.
Aún puedo sentir la pena, igual que entonces, sin que me
cueste nada.