Crecemos, por lo menos yo, entre y a pesar de tantas
barreras. Ideológicas, mentales, culturales, morales, económicas.
Crecí, por ejemplo, en un entorno machista, por no hablar de
conflictos varios y, además, pobre. Una pobreza que lo abarcaba casi todo.
Porque, para el que no lo sepa, la pobreza es extensiva y opresiva. No es sólo
que siempre te falte algo o casi todo, es que, encima, conlleva el alejamiento total de un mundo estupendo, pero que es muy caro.
Y como ser pobre es difícil y arduo (una situación compleja
donde las haya) a muchos los transforma en supervivientes y eso deviene en
gestos poco amables. Básicamente, porque no le deben nada a nadie y eso, de
alguna manera, te da licencia para poner los codos sobre la mesa.
Porque por mucho que el amor y lo intangible sea
satisfactorio y lindo, hay tantas cosas bellas y deliciosas que se han de pagar
con Master Card.
Lo bueno de haber sido pobre es que puedo hablar de ello con
total propiedad. No fui pobre de documental africano, pero había mucha escasez.
Sería falso decir que sólo había pobreza y pobres a mi alrededor. Tenía acceso
a formas de vida mejor, pero yo, la mayor parte de mi infancia la retengo como
pobre. Y como es mi infancia y sólo yo sé lo que pasó, puedo decir, sin mentir,
que fue así; y agrego: es mucho mejor tener que no tener (dinero y más cosas).
Lo más curioso del entorno en el que crecí es que era
particularmente variopinto, cuando la pobreza suele ser chata, uniforme,
aburrida y, por lo mismo, embrutecedora.
No puedo hablar ahora de mis familiares directos porque…
Imagínate el lío, pero dentro de mi ámbito diario, no obstante las miserias,
había gente divertida, loca, extravagante, mezquinos, ambiciosos, mentirosos
compulsivos, borrachos, y un par de buenas personas.
Crecer con poco te define, te condiciona porque te haces a partir de los límites entre los que te tocó vivir. La marcas que delimitan tu espacio
vital son profundas. No se puede hablar de trazado porque esas líneas son
canales que circuncidan tus posibilidades.
Se supera, se avanza, se sale sin
grandes marcas de amargura, pero te alejan para siempre de ciertas maneras que
nunca te serán propias.
Se provocan extrañas vergüenzas, algunas heredadas, varias
adquiridas y otras impuestas. Te vuelves árido, incluso cruel, cuando
sientes que la vida te debe.
No es que ahora yo sea un modelo de finura semejante a
una orquídea, pero el ser una niña
contemplativa me abrió una puerta que permaneció cerrada para otros, incluso
cuando consiguieron, por fin, el dinero.
La pobreza no logró hacerme bruta. No porque yo sea
extraordinaria, sino porque había junto a mí, pocas pero excepcionales personas
que eran sensibles y delicadas. No
les daba todo igual. Se afanaban
por mantener las formas, las maneras, los detalles, y eso que la lucha diaria era por
cubrir, a duras penas, el fondo.
Sin tener una gran educación, eran capaces de admirar un
bordado, apreciar el tacto de una tela, caminar erguidas sobre un único pero
precioso par de zapatos. Para las que era fundamental llevar lápiz de labios
aunque hubiese que sacarlo con un palito desde el fondo del envase. Que ponían
flores en el comedor donde la comida siempre era poca, que usaban el pañuelo
planchado y perfumado, que se vestían con cuidado para ocasiones medio
imaginarias, con príncipes inventados.
Su influencia temprana, fue como una vacuna ante toda la
mezquindad, agresividad y brutalidad propia de un entorno pobre. La delicadeza
y el delirio de algunas de ellas me protegió y consiguió librarme de una tosca
cicatriz.