Vengo y estoy en una sociedad donde la mentira está
institucionalizada y forma parte no sólo de la idiosincrasia, sino que es un
valor añadido a la hora de gestionar la vida cotidiana y ya no digamos la
profesional.
La verdad no nos agrada. La encajamos mal y la asociamos muy
rápidamente con falta de consideración hacia nuestros sentimientos. Nos gusta
que nos engañen. Y yo digo que, hasta cierto punto, está bien el engaño, pero
cuando hay un acuerdo tácito para que así sea. Cuando el engaño no es mentira.
La mentira pura y dura es fácil de
ver, se huele, se ve venir y, casi siempre, es imposible de tragar, pero está
tan acomodada, está tan bien puesta, en lugares tan importantes. Viene desde
tan arriba y llega tan hondo que quién va a moverla de ahí. Nadie.
Me acabo de comprar una camiseta para este verano, que no me
causa más que asquito, y en la etiqueta pone: “100% Bio algodón, certificado
como bio cotton, sin fertilizantes ni pesticidas, respetuoso con el medio ambiente
y con nuestro Planeta” (en 17 idiomas, en
serio). Es una etiqueta enorme que obviamente tuve que cortar y que no puedo dejar de mirar con espanto.
Estas letras verde esperanza en cartón reciclado. Tan mona y bien diseñada.
Cuando se derrumbó el edificio en Bangladesh con cientos de
personas dentro que cosían las camisetas de algodón bio, se habló un poco de
que, tal vez, no son tan buenas las condiciones de las personas que hacen
nuestra ropa, que son un poquito esclavos. Y, en alguna parte de la prensa
escrita (no en TV ¡oh no!), se mencionó al pasar, que había niños descalzos
trabajando en fábricas que no se vinieron abajo porque son agujeros. Niños,
mujeres y hombres; personas que trabajan hundidas en la miseria, explotadas por
otras personas, cosiendo día y noche etiquetas respetuosas con el
medioambiente. Eso sí, el algodón no tiene pesticidas, así que todos
tranquilos.
Hay cursos para enseñarnos a mentir mejor porque tenemos que
aprender a mentir bien, con aspavientos, énfasis y seriedad. Estudiar mucho
para crear buenas y grandes mentiras que nos lleven a conseguir nuestros
objetivos. Cualquiera que sean.
Un día asistí a uno de esos cursos de coaching que, en resumen, venía a decir que lo más importante
de una empresa es el “capital humano”; las personas, dijo en tono de iluminación el que hablaba para el
asombro de los oyentes. Acto seguido, nos explicó cómo hacer que ese capital
humano trabajara más por menos: mintiéndoles, claro.
Veo esas etiquetas bio por todas partes. En plátanos,
cebollas, jugos. También lavadoras y coches eco, empresas con sello de
sostenible y de RSC (responsabilidad social corporativa). Todo mentira.
Hemos pasado de embellecer nuestras palabras apelando al
afecto, a las normas de buena conducta, al amor al prójimo, para dar espacio a
mentiras que ya no vienen sólo desde el mercado y la política, está dentro de
nuestros estómagos y en contacto con la piel.
La Coca-cola hace la felicidad, eso es verdad. Esto ya no se
discute porque, claramente, es así. En este momento la mentira ha salido de la
cadena de producción. Ahora es partícula elemental de nuestro pensar y
proceder. No me extrañaría que se acabara por determinar que el bosón de
Higgs es una mentira (Ja).
Hemos elevado la mentira. Primero la pusimos entre nuestros
valores, la acomodamos en el centro de la moral llamándola ilusión y ahora ya
cotiza por encima de nosotros, las personas.
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