Chica de Artó

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Artó

martes, 4 de junio de 2013

Bluff


Vengo y estoy en una sociedad donde la mentira está institucionalizada y forma parte no sólo de la idiosincrasia, sino que es un valor añadido a la hora de gestionar la vida cotidiana y ya no digamos la profesional.
La verdad no nos agrada. La encajamos mal y la asociamos muy rápidamente con falta de consideración hacia nuestros sentimientos. Nos gusta que nos engañen. Y yo digo que, hasta cierto punto, está bien el engaño, pero cuando hay un acuerdo tácito para que así sea. Cuando el engaño no es mentira.
La mentira pura y dura es fácil de ver, se huele, se ve venir y, casi siempre, es imposible de tragar, pero está tan acomodada, está tan bien puesta, en lugares tan importantes. Viene desde tan arriba y llega tan hondo que quién va a moverla de ahí. Nadie.
Me acabo de comprar una camiseta para este verano, que no me causa más que asquito, y en la etiqueta pone: “100% Bio algodón, certificado como bio cotton, sin fertilizantes ni pesticidas, respetuoso con el medio ambiente y con nuestro Planeta” (en 17 idiomas, en serio). Es una etiqueta enorme que obviamente tuve que cortar y que  no puedo dejar de mirar con espanto. Estas letras verde esperanza en cartón reciclado. Tan mona y bien diseñada.
Cuando se derrumbó el edificio en Bangladesh con cientos de personas dentro que cosían las camisetas de algodón bio, se habló un poco de que, tal vez, no son tan buenas las condiciones de las personas que hacen nuestra ropa, que son un poquito esclavos. Y, en alguna parte de la prensa escrita (no en TV ¡oh no!), se mencionó al pasar, que había niños descalzos trabajando en fábricas que no se vinieron abajo porque son agujeros. Niños, mujeres y hombres; personas que trabajan hundidas en la miseria, explotadas por otras personas, cosiendo día y noche etiquetas respetuosas con el medioambiente. Eso sí, el algodón no tiene pesticidas, así que todos tranquilos.
Hay cursos para enseñarnos a mentir mejor porque tenemos que aprender a mentir bien, con aspavientos, énfasis y seriedad. Estudiar mucho para crear buenas y grandes mentiras que nos lleven a conseguir nuestros objetivos. Cualquiera que sean.
Un día asistí a uno de esos cursos de coaching que, en resumen, venía a decir que lo más importante de una empresa es el “capital humano”; las personas, dijo en tono de iluminación el que hablaba para el asombro de los oyentes. Acto seguido, nos explicó cómo hacer que ese capital humano trabajara más por menos: mintiéndoles, claro.
Veo esas etiquetas bio por todas partes. En plátanos, cebollas, jugos. También lavadoras y coches eco, empresas con sello de sostenible y de RSC (responsabilidad social corporativa). Todo mentira.
Hemos pasado de embellecer nuestras palabras apelando al afecto, a las normas de buena conducta, al amor al prójimo, para dar espacio a mentiras que ya no vienen sólo desde el mercado y la política, está dentro de nuestros estómagos y en contacto con la piel.
La Coca-cola hace la felicidad, eso es verdad. Esto ya no se discute porque, claramente, es así. En este momento la mentira ha salido de la cadena de producción. Ahora es partícula elemental de nuestro pensar y proceder. No me extrañaría que se acabara por determinar que el bosón de Higgs es una mentira (Ja).
Hemos elevado la mentira. Primero la pusimos entre nuestros valores, la acomodamos en el centro de la moral llamándola ilusión y ahora ya cotiza por encima de nosotros, las personas.  

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