Chica de Artó

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Artó

martes, 18 de junio de 2013

Contra la tosquedad.


Crecemos, por lo menos yo, entre y a pesar de tantas barreras. Ideológicas, mentales, culturales, morales, económicas.
Crecí, por ejemplo, en un entorno machista, por no hablar de conflictos varios y, además, pobre. Una pobreza que lo abarcaba casi todo. Porque, para el que no lo sepa, la pobreza es extensiva y opresiva. No es sólo que siempre te falte algo o casi todo, es que, encima, conlleva el alejamiento total de un mundo estupendo, pero que es muy caro.
Y como ser pobre es difícil y arduo (una situación compleja donde las haya) a muchos los transforma en supervivientes y eso deviene en gestos poco amables. Básicamente, porque no le deben nada a nadie y eso, de alguna manera, te da licencia para poner los codos sobre la mesa.
Porque por mucho que el amor y lo intangible sea satisfactorio y lindo, hay tantas cosas bellas y deliciosas que se han de pagar con Master Card.
Lo bueno de haber sido pobre es que puedo hablar de ello con total propiedad. No fui pobre de documental africano, pero había mucha escasez. 
Sería falso decir que sólo había pobreza y pobres a mi alrededor. Tenía acceso a formas de vida mejor, pero yo, la mayor parte de mi infancia la retengo como pobre. Y como es mi infancia y sólo yo sé lo que pasó, puedo decir, sin mentir, que fue así; y agrego: es mucho mejor tener que no tener (dinero y más cosas).
Lo más curioso del entorno en el que crecí es que era particularmente variopinto, cuando la pobreza suele ser chata, uniforme, aburrida y, por lo mismo, embrutecedora.
No puedo hablar ahora de mis familiares directos porque… Imagínate el lío, pero dentro de mi ámbito diario, no obstante las miserias, había gente divertida, loca, extravagante, mezquinos, ambiciosos, mentirosos compulsivos, borrachos, y un par de buenas personas.  
Crecer con poco te define, te condiciona porque te haces a partir de los límites entre los que te tocó vivir.  La marcas que delimitan tu espacio vital son profundas. No se puede hablar de trazado porque esas líneas son canales que circuncidan tus posibilidades. 
Se supera, se avanza, se sale sin grandes marcas de amargura, pero te alejan para siempre de ciertas maneras que nunca te serán propias.
Se provocan extrañas vergüenzas, algunas heredadas, varias adquiridas y otras impuestas. Te vuelves árido, incluso cruel, cuando sientes que la vida te debe.
No es que ahora yo sea un modelo de finura semejante a una  orquídea, pero el ser una niña contemplativa me abrió una puerta que permaneció cerrada para otros, incluso cuando consiguieron, por fin, el dinero.
La pobreza no logró hacerme bruta. No porque yo sea extraordinaria, sino porque había junto a mí, pocas pero excepcionales personas que eran sensibles y delicadas.  No les daba todo igual.  Se afanaban por mantener las formas, las maneras, los detalles, y eso que la lucha diaria era por cubrir, a duras penas, el fondo.
Sin tener una gran educación, eran capaces de admirar un bordado, apreciar el tacto de una tela, caminar erguidas sobre un único pero precioso par de zapatos. Para las que era fundamental llevar lápiz de labios aunque hubiese que sacarlo con un palito desde el fondo del envase. Que ponían flores en el comedor donde la comida siempre era poca, que usaban el pañuelo planchado y perfumado, que se vestían con cuidado para ocasiones medio imaginarias, con príncipes inventados.
Su influencia temprana, fue como una vacuna ante toda la mezquindad, agresividad y brutalidad propia de un entorno pobre. La delicadeza y el delirio de algunas de ellas me protegió y consiguió librarme de una tosca cicatriz.  

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