Siguiendo con mis notas para leer antes de que se muera la
gente que me importa, voy a por el otro factor participante en mi creación, mi
padre.
Sé que no llorará, así que puedo ahorrarme la advertencia (ja).
A mi padre no voy a hablarle desde el vínculo parental
porque, siendo clara, he de decir que su fuerte nunca ha sido la gestión
familiar.
Para mí, mi papá fue durante muchos años una figura
imaginada a base de lo que me contaba mi Abuela (su madre) y todas esas cosas
extrañas y medio mágicas que me decía mi madre. Entre las dos combatían los
insultos que lanzaba mi Abuelo (su padre) para referirse a él.
Cuando hacía calor y yo llevaba un vestido de florecitas
verdes y blancas, venía mi padre y me llevaba a dar vueltas en trencito, me
dejaba filmar en Super-8, ponerme sus gafas y se iba.
Pasaban mis larguísimas amigdalitis de invierno, las tardes de hacer los deberes, cientos de sábados de jugar al gato escuchando tangos y,
de pronto, como lo más normal del mundo, me lo encontraba en un parque y nos
íbamos a un carrusel, a sacarnos fotos y a caminar horas y horas.
Me compraba pulseritas en la feria artesanal, me las dejaba bien atadas y se
iba.
Entonces venía el cartero ¿Quién sabe como se llama el
cartero de su barrio? ¡Yo! Don Lucio, el cartero amigo trajo durante años y
años, diariamente, sobres y postales de todos los colores. Es cierto que mi
padre y yo casi no nos vimos durante mucho tiempo, pero nos leíamos. Mi padre
entonces se puede decir que ha sido siempre y sobre todo una figura
literaria.
Por empeño de mi Abuela empecé a subirme a un avión y a
pasar unos días un poco raros y nebulosos junto a mi padre en un lugar
abarrotado de periódicos, revistas y cientos de libros. Me enseñó a comer “panchos”, aprendí a nadar como un pejerrey, caminé por unas avenidas muy anchas
y supe reconocer al Obelisco de entre cualquier otro monumento antes de tener los
ocho años.
A partir de ahí, tengo algunas lagunas, prolongadas
ausencias, silencios, telegramas por mi cumpleaños, algún avión… y se vino mi
pubertad.
Tenía trece años recién cumplidos cuando mi padre me
presentó a Sheila Levin y al gran Bukowski. No habrán sido tantos los momentos
juntos, pero algunos, por intensos y significativos para mí, se transformaron
en hitos.
Sentados los dos en un Mc Donald’s recuerdo uno de los dos
consejos que me dio como padre. Como que no quiere la cosa, y mientras elegía
un cuarto de libra con queso me dijo: ¿Sabes que si te casas ahora estás
muerta? Yo tenía 17 años. Sí, le dije, pero en realidad no lo sabía, lo supe en
el instante en que me lo dijo, lo tatué en mi mente y me salvé.
Sé que habrá quién diga que hablar de dinero rompe la
poesía, pero sin el dinero que me dio mi padre y que usé para estudiar yo
estaría trabajando en la panadería de la esquina de Colón con López y eso sí
que tiene poca poesía, así que también le debo eso.
Otro mérito suyo fue abrirme los ojos a Europa. Me invitó a
París y la vida me cambió. Ya nunca más volví a ser la misma y todo eso que
estaba dormido en mi sangre se despertó. La genética se puso de manifiesto y
entrar juntos en el Pompidou fue mucho más que entrar en un centro de arte, fue
entender que había otras maneras de vivir y que se podían desear cosas
distintas a un auto y una casa.
El señor Ojeda es genial, es un hombre lleno de talento que
con su existir - que es mejor no explicar ni juzgar- me inoculó curiosidad,
cierta rebeldía, fuerza y entusiasmo por el arte y las letras. Me heredó un
lunar y la frente amplia y eso, no es poco.
¡Feliz cumpleaños Pa!
Me ha encantado... no es poco.
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