Chica de Artó

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Artó

martes, 6 de agosto de 2013

Gracias por la sangre


Siguiendo con mis notas para leer antes de que se muera la gente que me importa, voy a por el otro factor participante en mi creación, mi padre.
Sé que no llorará, así que puedo ahorrarme la advertencia (ja).
A mi padre no voy a hablarle desde el vínculo parental porque, siendo clara, he de decir que su fuerte nunca ha sido la gestión familiar.
Para mí, mi papá fue durante muchos años una figura imaginada a base de lo que me contaba mi Abuela (su madre) y todas esas cosas extrañas y medio mágicas que me decía mi madre. Entre las dos combatían los insultos que lanzaba mi Abuelo (su padre) para referirse a él.
Cuando hacía calor y yo llevaba un vestido de florecitas verdes y blancas, venía mi padre y me llevaba a dar vueltas en trencito, me dejaba filmar en Super-8, ponerme sus gafas y se iba.
Pasaban mis larguísimas amigdalitis de invierno, las tardes de hacer los deberes, cientos de sábados de jugar al gato escuchando tangos y, de pronto, como lo más normal del mundo, me lo encontraba en un parque y nos íbamos a un carrusel, a sacarnos fotos y a caminar horas y horas. Me compraba pulseritas en la feria artesanal, me las dejaba bien atadas y se iba.
Entonces venía el cartero ¿Quién sabe como se llama el cartero de su barrio? ¡Yo! Don Lucio, el cartero amigo trajo durante años y años, diariamente, sobres y postales de todos los colores. Es cierto que mi padre y yo casi no nos vimos durante mucho tiempo, pero nos leíamos. Mi padre entonces se puede decir que ha sido siempre y sobre todo una figura literaria.
Por empeño de mi Abuela empecé a subirme a un avión y a pasar unos días un poco raros y nebulosos junto a mi padre en un lugar abarrotado de periódicos, revistas y cientos de libros. Me enseñó a comer “panchos”, aprendí a nadar como un pejerrey, caminé por unas avenidas muy anchas y supe reconocer al Obelisco de entre cualquier otro monumento antes de tener los ocho años. 
A partir de ahí, tengo algunas lagunas, prolongadas ausencias, silencios, telegramas por mi cumpleaños, algún avión… y se vino mi pubertad.
Tenía trece años recién cumplidos cuando mi padre me presentó a Sheila Levin y al gran Bukowski. No habrán sido tantos los momentos juntos, pero algunos, por intensos y significativos para mí, se transformaron en hitos.
Sentados los dos en un Mc Donald’s recuerdo uno de los dos consejos que me dio como padre. Como que no quiere la cosa, y mientras elegía un cuarto de libra con queso me dijo: ¿Sabes que si te casas ahora estás muerta? Yo tenía 17 años. Sí, le dije, pero en realidad no lo sabía, lo supe en el instante en que me lo dijo, lo tatué en mi mente y me salvé.
Sé que habrá quién diga que hablar de dinero rompe la poesía, pero sin el dinero que me dio mi padre y que usé para estudiar yo estaría trabajando en la panadería de la esquina de Colón con López y eso sí que tiene poca poesía, así que también le debo eso.
Otro mérito suyo fue abrirme los ojos a Europa. Me invitó a París y la vida me cambió. Ya nunca más volví a ser la misma y todo eso que estaba dormido en mi sangre se despertó. La genética se puso de manifiesto y entrar juntos en el Pompidou fue mucho más que entrar en un centro de arte, fue entender que había otras maneras de vivir y que se podían desear cosas distintas a un auto y una casa.
El señor Ojeda es genial, es un hombre lleno de talento que con su existir - que es mejor no explicar ni juzgar- me inoculó curiosidad, cierta rebeldía, fuerza y entusiasmo por el arte y las letras. Me heredó un lunar y la frente amplia y eso, no es poco.
¡Feliz cumpleaños Pa!

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