Hay muchos mitos tejidos alrededor de las suegras. Esa
figura emblemática, siempre compleja y llena de matices que la convierten en
ángel o demonio según la ocasión.
Con todas mis amigas, en algún momento, hemos hablado de lo
que significan, el lugar que pueden llegar a tener en nuestra vida, las
consecuencias de tenerla cerca, lejos o a media distancia. No parece haber
espacio ideal, no parece que, en su mayoría, puedan ser una figura querida sin
más.
Hasta en el mejor de los casos, siempre hay algún reparo, siempre llega
ese momento donde se convierten en un grano que pica (o piedrecita en el
zapato).
Aunque no llegue a haber nunca un choque de trenes, siempre
hay un tira y afloja, una tensión omnipresente. Habrá alguien a quien le haya
tocado la lotería y la quiera más que a su propia madre… bueno, pues que no
siga leyendo.
Fijándome en mi propia historia y en lo que he podido ver a
mi alrededor, a veces, todo comienza estupendamente. Los primeros encuentros
con la familia política son cordiales y todo son parabienes y algodones, pero a
medida que avanza la relación con “su niño” la relación con la suegra se hace
menos fluida y más temprano que tarde surgen los primeros roces; que son mucho
más acentuados en el caso de nuera / suegra, que con los yernos que juegan bastante
mejor a la indiferencia.
¿Por qué? Pues será un compilado de celos, cariños e
incompatibilidades, pero yo he llegado a la conclusión de que en el momento en
que empezamos a tropezarnos con los defectos de nuestro bien amado (cosa que suele
ocurrir pasados un par de años), nos damos cuenta de que el origen de casi
todas sus “imperfecciones” está en sus madres.
Son ellas las que los criaron y
han hecho de nuestro hombre lo que es, y casi todo lo que no nos gusta de él,
es culpa de su madre. No digo que sea lo más sensato del mundo, pero estoy
convencida de que es así.
¡¿Por qué diablos estas señoras que tanto saben, no les
enseñaron cosas sencillas, como a poner la ropa sucia dentro del cesto
destinado a ello, o a colgar las toallas mojadas, por qué no les enseñaron a
cocinar y planchar, a asumir sus culpas, a ser valientes ante los problemas de
la vida y así poder encarar una gripe sin convertirla en tetraplejia, a cerrar
bien los grifos o más cosas sobre maternidad?.
¿Por qué no les explicaron que
el amarillo no le queda bien a nadie y que los calzoncillos con estampado son
muy arriesgados; o a darse cuenta cuando un basurero está lleno?. ¿Por qué no
los entrenaron mejor para buscar y
encontrar desde los calcetines hasta la felicidad?
De pronto nos vemos nosotras, que nada tuvimos que ver con la
creación de la criatura, teniendo que educar al hijo de otra mujer. Y es ahí
cuando nuestra suegra se convierte en blanco de repudio.
Y ellas, como es lógico, defienden su obra y somos nosotras
las extrañas que queremos cambiar la tradición, inmiscuirnos en sus costumbres
y borrar de un plumazo todo lo que a ellas les parece una fórmula magistral.
El resultado de estas creencias, acertadas o no, es una
repartición de culpas que nunca logra dejarnos contentos a todos.
Para nosotras ellas son una especie de manantial de malas
costumbres y nosotras para ellas somos unas reformistas empedernidas, obstinadas
en barrer con lo mejor de sus hijos: su apetito, su “hombría”, su tierna
dependencia, su “formalidad” tradicional en el vestir…
Y ellos, encantados, se
esconden detrás nuestro para no enfrentarse a mamá.
Y así es como tras años de amor, reformas y adaptaciones,
logramos la consolidación con la que pasamos a ser oficialmente unas “brujas”.
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