Reconozco que nunca me he tomado con la mejor actitud las fiestas de fin de año. Exceptuando algún año loco en
que estaba poseída por la euforia de una libertad desconocida y que ya no volvió, siempre me
exaspero con el ajetreo navideño.
De niña no sentí nunca especial interés por los regalos. Mi
mamá, pobre, hacía su mejor esfuerzo para sorprenderme, pero nunca consiguió
transformarme el semblante en algo parecido a gesto de entusiasmo o ilusión.
Siempre sabía lo que había dentro del papel de regalo y nunca era lo que me
hubiese gustado. Ni con 5 años ni con 15.
Siempre fui difícil, siempre lo he sido.
Ya de mayor, renuncié a formar parte de las mareas humanas
que invaden las tiendas brillantemente decoradas y, en cuanto pude, empecé a
regalar a mis seres queridos y cercanos algún billete en un sobre. Nunca falla
y te ahorra el esfuerzo adivinatorio.
Solucionado el tema regalos, había todavía mucho con lo que
lidiar. El afán de higiene y orden que entraba en mi casa y al que había que
abocarse sin rechistar el día entero no hacía la cosa mucho más llevadera.
Y la comida. Ay, la comida. Al final terminé asumiendo el
rol de experta en salsas y carnes al horno con tal de meterme en un lugar donde
de seguro no entraba nadie que pudiera evitarlo.
La razón de mi apatía y franco hastío por las fiestas de fin
de año viene dado, con toda seguridad, por hechos que tienen que ver con la
muerte de mi hermano, que nació en Navidad; la siempre disimulada, pero agitada
emotividad de mis padres; los enfados y borracheras de miembros masculinos de
mi familia; la carga triste con la que terminaba siempre el balance anual marcado
por un sinfín de carencias. Y el miedo. El miedo que me daban las peleas que
nunca faltaron… hasta donde puedo y quiero recordar.
Bueno, no se trata de justificarme tampoco. Sobre todo
porque estoy segura, que como a mí, hay
mucha gente a la que estas fiestas no le gustan o lo ponen triste. Gente que
extraña a gente, gente llora, gente que se siente mal por estar sola o porque
no puede estar ni dónde ni cómo le gustaría… y tantas cosas más.
Ahora estoy en la situación que yo elegí y donde las
personas que me rodean y me quieren no tienen la menor culpa de mis traumas y
fobias, así que pongo buena cara, me tomo la pastilla temprano y hago lo mejor
que puedo para que los que están contentos sigan contentos.
La tristeza no es causa de vergüenza y la alegría no puede
nunca ser obligatoria. Así que si no te quieres poner un vestido de lentejuelas
y bailar al son de villancicos “panchangueros”, no lo hagas, pero no le
arruinemos tampoco la emoción a los que no tienen más que bonitas y buenas
intenciones para comenzar lo que para algunos, y con algo de suerte, podría ser
un nuevo ciclo.
Dicen que la esperanza es lo último que se pierde, pues yo
honestamente creo que es lo primero que sale volando a poco de caminar solo.
Pero ahora puede que no sea el mejor momento para ponerlo de manifiesto.
Vamos a hacer lo que podemos con lo que tenemos y a mirar en
silencio el titilar de las lucecitas si no podemos hacer otra cosa.
Después de todo nunca se sabe si el año que viene el sentir podría ser
diferente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario