“No se van sin que los eches y vuelven sin que los llames”.
El matrimonio se rompe en pequeños fragmentos afilados, cada vez más
pequeños y más afilados a causa de una cantidad infinitesimal de discusiones.
Peleas, sobre todo, por la superioridad moral.
Llegados a este punto, se trata de salir lo más libre de
“responsabilidad” posible.
Nace un empeño feroz por demostrar que somos mejor que el otro. Mediante
ataques de un verde venenoso vamos a minar de culpa al culpable. Señalarlo,
asustarlo y castigarlo sin piedad.
Y toda esta etapa tiene una característica muy curiosa: está asombrosamente
bien repartida. Es bastante igualitaria; tal vez no en forma, pero sí en fondo.
Hacemos lo posible por colgarle el muerto al otro. Alguien tiene que ser el
que ha roto la “familia” y de ser posible, no seré yo. Esa es la idea de base. Y esto es así de aquí hacia allí y de allí hacia aquí.
Bueno, hasta este momento, todos de acuerdo en que había que putearse.
Protegiendo a los niños y tratando de no llamar a la Guardia Urbana, pero
abocados a hacer sentir miserable al otro.
Alguien dirá que a esto no se le
puede llamar acuerdo, pero visto lo que viene después esto era una señor
acuerdo.
Con todos los trapos sucios ya al sol empieza otra batalla, dura y ardua
como pocas cosas en la vida. Hay que poner fin a la vida conyugal.
Ahora se trata de que se vaya de casa -lo más
jodido posible- pero cuanto antes.
Y hasta aquí llegó la idea, más o menos común, sobre la separación (aún no
se habla de divorcio).
Porque por alguna razón, los hombres no
se van de casa.
Ahí está fulanita, descubierta
por ti no porque él te lo haya dicho, que ha resultado ser el amor de su vida;
la nueva sexualidad, la razón de su existir, pero él no se va de casa.
No lo
pretende, no lo menciona, huye del tema, no “quiere”, no reconoce, esconde y oculta
con extraña firmeza su deseo de hacer su vida sin mí.
Hay que decir que la pobre (no uno, la otra) es negada hasta el infinito y
más pa’llá.
Yo creo que ni en Guantánamo le conseguirían sacar información sobre cómo
o cuándo la conoció o que dé cuenta de su existencia siquiera.
Y uno a cuadros, claro. Porque a ver cómo se come que esté tan
profundamente encantado (con otra persona que también resulta ser toda una
incógnita) y pretenda seguir viviendo en la habitación de los niños sin fecha
fija de término.
Muy entre dientes y mal pronunciado te dice algo como “a fin de blasft…” Y uno: “¡¿A fin de qué?!”.
No logras que te
diga si se refiere a fin de año, a fin de mes, a fin de cuentas… De él no sale
nada comprensible.
Entonces, se cierra en banda y deja de entender por completo tu idioma. Un
supuesto desconcierto y dolor (en el nabo, seguramente) le impide seguirte el
hilo de cualquier conversación.
Atribulado el pobre caracolito, entra y sale de casa en plan fantasma sin
la menor intención de cambio a la vista.
La doble vida, esa parece ser su fórmula magistral. Es
lo que mejor encaja con una cobardía intrínseca, gigantesca, histórica y total.
Y uno, que tiene toda le energía puesta en aparecer digna y entera para hijos
y seguidores, no ve mucho más allá.
Yo llegué a creerme que lo estaba haciendo de oro porque no se me notaban
los ojos hinchados y nadie en el trabajo ni por asomo se olía que llevaba meses
viviendo en la Franja de Gaza. Súper.
Hasta que de repente, poniendo una lavadora, te das cuenta del papelón que
estás haciendo.
¡Qué daño, coño, qué daño!.
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