La relación entre mujeres es rara.
Nos unen tantas cosas, tantas causas, tantas razones. Hay
argumentos históricos y cotidianos para hacer piña, para aliarse sin fracturas.
Sin embargo las mujeres nos relacionamos entre nosotras de una manera extraña.
Además de la feroz competencia reinante en lo profesional,
se suma la carrera por el amor y el cuerpo perfecto que hace que todos los
vínculos entre chicas se tiñan de un color un tanto opaco.
Pienso en la relación más pura y entrañable entre mujeres,
de la que surge todo lo demás: las madres y sus hijas.
Peculiar, compleja hasta decir basta, tupida, accidentada.
Difícil. Siempre.
Imagínate entre amigas o compañeras, cuñadas, primas,
hermanas…
Es cierto que muchas veces la relación con una amiga puede
ser mucho más resistente y cariñosa que con alguien a quien te une la sangre, pero
así y todo siempre hay una zona oscura habitada por silencios infranqueables.
Aunque esa otra mujer sea nuestra hija, nieta, amiga del
alma o gemela monocigótica.
Cosas de las que no hablamos y palabras que bajo ninguna
circunstancia se pronuncian.
Son conversaciones omitidas, cuando no directamente negadas
como si fuera una tradición sagrada. Una promesa a cambio de que la vida siga.
Y ese silencio ha contribuido por los siglos de los siglos a
mantener a las mujeres –a todas las mujeres–, ignorantes de muchas cosas
esenciales y a salvo o ajenas a ciertas verdades fundamentales. Cuyo poder
radica justo en eso: las envuelve un silencio férreo.
Hoy, por mencionar sólo una, me pregunto por qué las mujeres
no decimos la verdad sobre lo que es estar casada. No nos transmitimos entre
nosotras ningún mensaje revelador con lo visto y lo vivido de generación en
generación.
Puede que sea porque nadie nos los dijo a nosotras y
nosotras no vamos a ser la primera en romper el pacto.
Y cuando decimos que vamos a dar el gran paso todo son
festejos.
Nuestra madre nos lleva a una habitación aparte para darnos
un pañuelo que era de la abuelita, pero no nos lleva a una habitación cerrada
para decirnos: “tienes que saber que esto que sientes ahora, se te va a pasar
en no más de dos años y que luego vendrá una caída lenta, pero sin pausa, en un
tedio intragable que con el tiempo se volverá indiferencia y del que no te
salvan ni hijos ni perros ni gatos”.
Bueno, mi madre lloró cuando le dije que me había casado, tal
vez no de emoción, ve tú a saber…
Por mucha confianza que haya entre mujeres, ni borrachas
sacamos la verdad sobre lo que sucede al fondo de nuestras vidas.
Supongo que entre amigas hay una cuestión que tiene que ver
con la reputación y la imagen; y que en familia hay estructuras que dependen de
que todo parezca firme y bueno. Aunque sea a base de correr un tupido velo.
Podemos hablar con todo detalle del tamaño de fulano y los
fluidos de mengano, pero no hay costumbre de mirar a los ojos a tu hermana
menor y con seriedad explicarle el aguante prodigioso que hay que tener para tener profesión y “familia”, y darle un par de alternativas.
Es cierto que la observación hace mucho y que nos damos
cuenta de algunas cosas nosotras solas, pero me resulta muy extraña la falta de
transmisión del conocimiento vivencial entre mujeres.
No hay relato entre
nosotras sobre sentimientos, pensamientos e incluso hechos poco convenientes
(en lo profundo) o difíciles de encajar.
Casi todo se remite a la anécdota del
momento, algún consejo para sobrellevar la soledad o el hastío, unas risas
sobre lo que nos gustaría ser o tener y hombros para llorar.
Una vez la mamá de una amiga durante un almuerzo dijo: “No
hay nada que separe más a una pareja que los hijos”. Mi amiga y yo nos quedamos
un poco así…Y lo único que te puedo decir es que esa señora tuvo 4 hijos y
ahora está en el cielo.
Se le extraña.
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