Cuando nos hacemos grandes las relaciones con las
personas más cercanas se transforman drásticamente, entre otras cosas, los
cariños se comienzan a ejercer de manera más “igualitaria”; se terminan los
superhéroes, las hadas madrinas y todos esos personajes que venían en tu
rescate.
Nuestros padres se desplazan de la primera línea
de fuego y cuelgan el cartel de "no molestar" y todos los que de alguna manera nos cuidaban
se vuelven medio transparentes.
Y nosotras entramos en el universo del adulto
dando sendos pasos hacia la tan ansiada
autonomía para ganarnos un lugar propio en el mundo.
Bueno, ganar ganar… sí, en muchos sentidos
sí. Se gana libertad, poder de decisión,
independencia, pero también se pierde un poco. Como en casi todo.
Decían el otro día que una de las claves para ser
feliz es el sentimiento de compasión, entendido como eso que nos conmueve y nos
impulsa a ayudar a otra persona. Donde va metido lo de dar para recibir, la
socorrida empatía con eso de no hacerle a otro lo que a uno le gustaría que le
hicieran, etcétera. Cosan tan repetidas y manoseadas que han acabado por sonar
ridículamente bíblicas, y nada más.
Qué pena; porque
yo de verdad creo que buena parte de la felicidad viene de poder al
menos sentir o creer que contamos con alguien.
En los días en que miro y miro, y busco casi con
desesperación la buena voluntad de otro y no la encuentro es cuando más me
alejo de la felicidad.
Como desamparada, bajo esa mezcla de “pobrecita
yo” y de que realmente no hay para donde mirar ni a quien recurrir llego a
sentirme tremendamente desvalida frente al mundo que me mira como lobo
feroz. Y ese lugar sobre el que creía
estar tan bien puesta se diluye a ratos.
Porque están todos tan ocupados en sus
cosas… Uno también claro, pero eso no le
quita angustia a los días en que añoras auxilio, ayuda, socorro del peso de
vivir y tanto quehacer y no se encuentra más que ruido de coches que pasan
raudos.
Yo invoco entre dientes virtudes divinas para
continuar erguida: paciencia, fortaleza, aguante, resiliencia y más cosas que
no tengo por naturaleza, pero lo bueno es sentir una mano de carne y hueso
sobre el hombro cansado. La de alguien
dispuesto a gastar horas y energía para hacerte sentir alivio.
Alguien que haga algo en tu favor, por ti, para
ti y que, idealmente, no te lo eche en cara, y no te lo cobre luego, y no te
repita hasta el infinito que “si no fuera por mí, tú no…”
Hay lugares donde por una cuestión de civismo la
gente se ayuda entre sí un poco más (en Ontario, supón) pero hay otros donde es hasta mal visto ser deferente con
otra persona y encima hay que tener cuidado si alguien te tiende la mano porque
lo más probable es que sea para tocarte una teta o robarte la cartera.
No sé a quién hay que llamar o de dónde podría
venir el rescate en los momentos de apuro (cuando está lejos de nuestro alcance recurrir a un
servicio de pago). Algunos tienen un salvador personal, otros suerte y
los hay que encienden velas aromáticas, yo
lo único que veo claro es que la sección de libros de autoayuda no para
de crecer.
Imagen: Obra de Artó
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