Chica de Artó

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Artó

viernes, 17 de abril de 2015

Todo pasa por algo


Mi madre decía que las coincidencias no existen. No daba más explicaciones y uno tenía que interpretarlo como podía. Pero lo decía con tanta firmeza que no dejaba lugar a dudas.

Desde que no está no paro de sentir que tenía razón y que todo pasa por “algo”.

Las personas que se cruzan en nuestro camino, por mucho que nos pese, siempre dejan una huella, y nuestro interactuar con ellas desencadena cosas que para bien o para mal despiertan sentimientos, nos enfrentan con una debilidad o nos descoloca y nos pone a prueba.

Cuando algo sale mal la angustia  puede hacernos perder la templanza más férrea, el foco vital o incluso el amor propio, pero si conseguimos respirar hasta alcanzar la calma, habrá servido  para ejercitar el autocontrol y sacarle brillo a nuestra nobleza.

Porque Dios no nos pone pruebas que no podamos superar, decía mi madre. Y yo le creo. 

 

La necesidad de encontrarle sentido a lo que nos ocurre nos lleva a caer en la superstición, pero no estoy segura de que sea algo mágico, sino el hecho de  que los sucesos que forman nuestra vida están conectados porque las personas estamos conectadas, más allá de toda indiferencia. 

Ahí está el realismo mágico, pero también está el hecho de que cuando algo nos pasa, si nos damos el trabajo de reflexionar sobre eso, es muy probable que acabemos por descartar el puro azar para enfrentarnos con un motivo, con una conclusión que puede ser una enseñanza o simplemente la manera de entender cómo hemos llegado hasta aquí.

Un recorrido necesario.
Me niego a ser un dado que gira y cae sin que eso signifique nada.

Creo que sin los episodios feos, que tanto me han dolido, ahora no sería consciente de mi valor. Haberlos pasado me hace saber que pude, que logré superarlos y aunque sea con más de una cicatriz, aquí estoy. Entendiendo poco a poco que puedo contener el llanto, tragarme el espanto y dejarlos salir a mi manera. Son la prueba de que he sorteado la pena para volver a encontrarme con la alegría.

Qué sería de nosotras sin ese rechazo que tanto daño nos hizo y que nos sacó lágrima tras lágrima. 

No parece mucho, pero gracias a eso seguro que logramos definir un poco mejor nuestros límites y modular el carácter y ahora sabemos más sobre la fugacidad de una emoción.
   

Recientemente, cuando dejé de golpearme contra el muro de lo que yo quería sin tener en cuenta nada más y sólo empeñada en transformar el mundo para que tuviera la forma de corazón que yo esperaba, me vi obligada –es cierto que no fue decisión mía– pero una vez obligada a mirar la realidad, empujada a aceptar las cosas como son, vuelvo a mi centro para ser yo. A gatas, pero vuelvo porque no me puedo abandonar a mí misma. Eso no.

Claro que me habría gustado que las cosas fueran diferentes y que por ejemplo él me hubiese querido con la pasión que yo esperaba; pero tengo confianza en que puede que sea mejor así. Tal vez  yo haya sido una razón para que él entendiera mejor su propia historia, porque tampoco todo es para nuestro bien; no estamos solos. Una vez es por ti, otra será por mí.

En el medio, no se ve, no se entiende, pero si miro hacia atrás veo que su desprecio me hace ver los desprecios que yo he cometido y me crezco en la fragilidad de entender que aunque pierda en un momento, la experiencia es una ganancia. 
Porque además siempre queda algo. Una foto roja, una canción o saber porqué las nubes se ven blancas desde su ventana…

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