Estaba hablando con un amigo sobre la naturaleza, los
animales, el paisaje humano y cómo, de maneras distintas, muchas veces lo que
nos rodea nos indica cuando estamos haciendo algo mal… A muchas conclusiones no
llegamos, la verdad, porque entre que no estuvimos de acuerdo en la mayoría de
los puntos y que hacía frío, lo dejamos.
Me vine pensando que yo suelo quejarme de lo duro que es ser
adulto y extrañar la infancia casi exclusivamente porque es un periodo en que
otro toma las decisiones, te dice siempre qué hacer y resuelve –aunque sea mal–
los nudos vitales que nos rodean para que no tengamos que estar en estado de
alerta permanente. Sí, en serio, se llega a sentir nostalgia de eso.
Y llego a casa y mi hermana enojadísima me dice: “Ya soy
grande y puedo hacer lo que quiera”. No me reí más porque no tenía más tiempo,
porque lo cierto es que es justo al revés.
Mientras más grande nos hacemos se va haciendo cada vez
menos de lo que uno quiere y casi exclusivamente lo que se “puede” y, en
ocasiones, lo que se “debe”. Y para peor no porque te obligue otro, sino porque
ser grande es ponerse uno mismo los límites.
Lo de saber qué hacer en cada circunstancia es difícil,
agotador y no por eso inevitable. Hay personas que se encomiendan a Dios en
busca de iluminación para no fastidiarla cuando se trata de hacer frente a algo
que parece demasiado inasible o trascendental. Otras veces pedimos consejos a
las amigas y, si estamos muy desesperados, a algún familiar cercano.
Pueden ser cosas como irse a otro país, cambiarse de
trabajo, dejar de beber, dejar al novio, tener hijos o extirparse los ovarios…
Un sin fin de cosas. Y ahí cada uno te dirá una cosa distinta y uno escuchará
lo que más le convenza.
Y hay otras veces donde el asunto es tan claro que no
necesitaríamos ni consultarlo porque todas sabemos los básicos de la vida como:
no involucrarse con una persona casada porque nunca sale muy bien, no
enamorarse de actores si te gusta la estabilidad, no dejar un trabajo antes de
tener otro, no acostarse con un profesor porque acabarás reprobando, no dejar
sola a tu mejor amiga ni con tu hermano ni con tu novio porque terminará en la
cama con uno primero y el otro después, etc.
Pero hay otras ocasiones donde el problema es tan único, tan
tuyo, tan íntimo y profundo, que es sólo para ti; no se puede ni siquiera
explicar a alguien más. Tu vida se tambalea de lado a lado y nadie lo sabe y
nadie lo quiere ver tampoco. Es tú problema.
Y ahí es donde entra esto de la naturaleza con sus señales de
peligro en forma de alergia, encuentros raros, coincidencias, tos y el insomnio
con sus voces nocturnas. Pero a veces no hay señal que valga. Todas pueden
estar gritándonos “¡no!, para, alto, no sigas por ahí” ¿Y qué hacemos nosotras?
Seguir ¿Por qué? Porque queremos. Porque estamos hasta arriba de límites, de
hacer caso, de hacer siempre lo que nadie más quiere hacer, de ser buenas, de
obrar en consecuencia con la razón y porque dejarnos caer resulta inevitable
cuando se acaba la fuerza y sentimos que no podemos con tanto.
Y aunque sepamos todo lo que ya sabemos lo hacemos igual;
nos abandonamos a la suerte y que sea lo que Dios quiera y no lo que yo decida ¡por
una vez!.
Aconsejable no es, pero ocurre. Y la experiencia, en estos
casos, sólo te sirve para saber de antemano que dejarte llevar, dejar el
trabajo, amar a quien no debes, postergarlo todo para dejar que las cosas pasen
sin oponer resistencia… tiene un precio, pero esta vez se impone la necesidad
de soltar peso.
¿Que puede que eso nos salpique de barro? puede, pero
mira no sería la primera vez que nos levantamos para sacudirnos el polvo y
seguir.
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