La primera vez que sospeché que con la edad todo el mundo
tiende a ponerse bueno (a perseguir el bien), fue cuando vi un documental que mostraba
a Mick Jagger dedicado en cuerpo y alma a la vida sana y a una serie de “causas
benéficas”. Me resultó como mínimo exótico que ahora su satánica majestad se
levantase al alba para hacer yoga cuando buena parte de su fama venía dada por
destrozar hoteles y fumarse hasta el ramito de la primera comunión de su madre.
El mismo fenómeno se puede ver en otras estrellas del espectáculo
reconvertidas en emblema de buenas costumbres. Ahí está Madonna, por ejemplo, vuelta
loca haciendo ejercicio, macrobiótica y escribiendo cuentos para niños.
Y yo, la verdad sea dicha, siempre desconfiada por
naturaleza, pensaba que lo hacían en parte por lavar culpas e imagen y por
franco temor a la indeseada vejez que les va haciendo percibir, cada vez más
cerca, el tufo de la señora muerte a la que ya no les apetece nada ir tentando
como cuando eran unos jóvenes irreductibles.
A mi alrededor he visto a todo tipo de incrédulos, hippies,
adoradores del dólar y demás prácticas pecaminosas, acercarse a la espiritualidad con
verdadera devoción. A borrachos profesionales transformarse casi milagrosamente
en bebedores compulsivos de café descafeinado y sin azúcar. Y a las más
díscolas y afanadas practicantes del sexo libre condenando con aspavientos la
falta de compromiso en la pareja mientras enteras de blanco desfilan hacia el
altar.
Y con tanta mutación llegamos a creer que nuestro abuelo ha
sido siempre así de cariñoso y suave en el trato, y que eso que cuentan las
malas lenguas de que antes era terrible, no son más que habladurías.
Es cierto que el temor a la muerte motiva muchos cambios,
pero no es sólo eso. Es más bien una transformación paulatina que tiene que ver
con que llegados a cierto punto de la vida, –ese que rodea a los 40 años–, nos
volvemos buenas, pero no es ni por miedo ni por mejorar nuestra reputación, ni
por querer ser ejemplo para los niños. Es de rebote.
Es porque nos damos cuenta del valor que tiene el tiempo y
al contemplar nuestras arruguitas alrededor de los ojos, lejos de pensar en la
risa, nos volvemos conscientes de lo que hemos llorado y las decepciones que
hemos tenido que tragar. Entonces además de echarnos montones de crema, vamos
poniéndonos prácticas.
Se trata de evitar lo que no nos gusta y aligerar la carga.
Por eso nos desprendemos de la rabia tan característica de los 20 y adoptamos
posturas más cómodas y compatibles con el buen hacer.
Mi hermana, que está en la etapa malévola, disfruta rompiendo
corazones, y está bien que así sea, yo los partía por la mitad de un solo golpe
si me dejaban. Pero ahora no me interesa lo más mínimo pisotear los
sentimientos de otro, sino más bien todo lo contrario. Me gusta el amor más que
nunca antes.
Yo la veo con eso de las tácticas de indiferencia…no llamar,
luego llamar y desaparecer, ir para luego marcharse y me parece divino, pero me
canso de sólo verla.
Con el tiempo nos volvemos más cariñosas y expresivas no por
pura bondad, sino porque ya no nos avergonzamos de nuestras emociones.
Por eso cuando te encuentras con ese al que juraste no
volver a hablarle en la vida lo saludas con cariño. No es porque seas tonta, es
porque simplemente te has dado cuenta de que se camina mucho mejor de la mano
de los afectos que del odio. Porque como dice el buenazo de mi abuelo: “de evitar disgustos se
compone la felicidad”.
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