Chica de Artó

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Artó

miércoles, 27 de julio de 2016

Descarada


Cuando somos tan jóvenes que ni siquiera sabemos que somos jóvenes, nos atormenta nuestro cuerpo. Piernas, tetas y culo se llevan la Palma, nariz y pelo les siguen de cerca. 


Y pasamos años, tal vez los mejores años de nuestra vida, desde un punto vista físico-biológico (y objetivo), lamentando lo que creemos no tener y que, claramente, tenemos. Qué pena no saber que nunca seremos más bonitas que en ese momento. 
Es una lástima, ¡eso sí que es una vergüenza!.

Toda una vida luchando por ser lo que no somos y compitiendo a contracorriente por ser como las chicas que salen en las revistas… También sin saber que ellas nunca serán como nosotras y nosotras nunca seremos como ellas, simplemente, porque todo es mentira. 

Es difícil no creer, son muchas las luces, las sombras y el papel es demasiado perfecto para dudar de él. 


Y pasa el tiempo, vamos cumpliendo años y ahí seguimos, pertinazmente empeñadas en sufrir vergüenza de nosotras mismas. Lo irónico es que ahora ya no sólo es nuestro cuerpo el que nos estorba, ahora también nos sonrojamos, escondemos y disimulamos con todas nuestras fuerzas lo que sentimos.


El sentir está mal visto. No vende. No compra, no sale más que en las películas malas, esas que siempre tienen un final feliz… falso como la honestidad de un desconocido por la noche.


Estamos obligadas a ir de chicas duras, que no aman demasiado, porque de lo contrario somos una carga, un motivo para huir. “Una mina que sólo quiere atraparte”. 


Qué ganas de gritarles: “¡Imbéciles!”. Daos con un canto en los dientes si alguien, alguna vez en vuestra vida, os ama un poco. Llegaréis a viejos mucho antes de lo que  pensáis sin que nadie os quiera de verdad y os saldrán tetas y barriga antes de que logréis entender que el deseo por vosotros se ha ido para siempre. 


¿Cuándo amar empezó a ser algo que esconder? ¿En qué momento enamorarse se transformó en un pecado mortal?

No tengo ni idea, pero desde luego, es una vergüenza que así sea.


Y como todo sigue, a pesar de que esté mal hecho, mal entendido, mal diseñado, entramos en los 40 con ganas de llorar ante la juventud perdida, ante las tetas ordeñadas por los hijos. Y venga ponernos cremas por montañas para ver si así ocurre el milagro y nadie se da cuenta de que tenemos 40. ¡Bobas! ¡Mira que somos bobas!.

¿Es que acaso vamos a pasar la vida entera pidiendo perdón por existir y ser como somos?

Me jode, pero esta respuesta sí que la tengo: sí.

Mi mayor empeño ahora –cuando las arrugas me pisan los talones a velocidad de vértigo– es ser feliz a toda costa. 
Y para ser feliz, sin lugar a dudas, hay que vencer a la vergüenza.

¿Me convierte en eso en una descarada? Es probable que sí.

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