Leí hace poco que la
gente es feliz en su desgracia. La explicación a esta lapidaria frase venía
dada por una especie de estoicismo, de aceptación de aquello que nos “tocó”
vivir. Matrimonios sin amor (encabezando la lista), trabajos que odiamos, cosas
que nunca tendremos, belleza que nos fue negada.
El estoico parece ser
aquel que acepta el destino
impuesto, lo asume como inevitable y me imagino que dirá algo como: bueno, qué le vamos hacer. Y así es feliz.
Pero esto, digo yo, es
mucho desvirtuar el origen. En realidad el estoico es el sabio que consciente
de estar dotado con la facultad de razonar, ejerce el control de las emociones
no para ser feliz, sino para hacer el bien.
No nos vamos a liar aquí
demasiado, lo digo sólo como punto de partida.
A mí eso de " lo que nos tocó” es algo que me cuesta aceptar porque se parece, sospechosamente, a “esto no es mi
culpa”.
Me revelé contra mi
destino y dejé de buscar en otros la razones de mi desdicha en cuanto se
despejó la negra nube de la adolescencia ¡Pum! Estalló todo por los aires y se
rompió el camino amarillo. Ahora ya no es tan fácil y automático hacer el
pulso, la rigidez de lo cotidiano es de hierro, la voluntad riñe con la
comodidad que tiene como escudo al deber.
A pesar de todo, y
aunque es más bien poco lo que decidimos sobre nosotros mismos y nuestras
circunstancias, hay elecciones de las que no podemos escapar ni culpar a Dios. Bueno, o sí.
Hay cosas que, aunque no
nos guste, son nuestra
responsabilidad y que por mucha tele y fútbol que se vea para anestesiar la conciencia,
son nuestras faltas, nuestros fallos, nuestros delitos por obra u omisión. La
crisis en la que estamos, por ejemplo,
es también un poco culpa nuestra, pero vamos a lo íntimo.
¿A quién le vamos a
echar la culpa por habernos enamorado de Pedro el malo (¡desgraciado que nos hizo tanto sufrir!)? ¿Por qué hay que
cargar, y seguir cargando contra nuestros padres por no hablar inglés? ¿Les
podemos achacar también a ellos no haber sido capaces de inventar nunca nada?
Es un poco brutal, pero
llega un momento en la vida de un hombre en que…” (refrán catalán) en que te
das cuenta de que no lo has hecho bien. No has hecho el bien y, encima, no eres
feliz.
Por delante: el tiempo
perdido sin contestar…
Nunca es tarde, dicen
algunos. Eso es una mala mentira. Hay muchas, pero muchas, muchas cosas para las que pronto es demasiado tarde.
Ya no te digo esos que salen a buscarse pasados los cincuenta años. Hay que
buscarse, pero hay que encontrarse rápido si se quiere correr con opción a
ganar. Y no me refiero a ganar para alcanzar el éxito, fama o reconocimiento
universal, sino a ganarle a la apatía, a la desidia, al sin sentido. Al olvido.
Creo en la lucidez, en
la curiosidad como forma de vida, en la búsqueda permanente, en el movimiento y
agitar de los sentidos, en la provocación del deseo y en pinchar esa nostalgia
con tintes de conformismo que se empeña en hacer nido sobre nuestras cabezas.
Me da miedo la calma.
No hay que fiarse del
agua mansa, dijo un sabio muy estoico y muy sabio.
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